El Programa Las Víctimas Contra Las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, con la coordinación de la Dra. Eva Giberti, tiene como finalidad principal poner en conocimiento de la víctimas cuáles son sus derechos para exigirle al Estado el respeto de los mismos y la sanción de las personas violentas que la hayan agredido. De este modo, se busca que la víctima supere su pasividad y reclame por sus derechos.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

FEMICIDIO ¿CONTAGIOSO?

Por Eva Giberti*
**Si nos proponemos una búsqueda rigurosa referida a la utilización de  ciertas palabras, encontraremos que existen rachas lingüísticas, épocas en las que repentinamente un singular universo de ciudadanos se pregunta con y por las mismas palabras: “Este asunto de matar mujeres, ¿qué pasa? ¿Es contagio? ¿Será imitación? Y la pregunta implacable: “¿Ahora hay más o están más visibilizadas?” Digo implacable porque no falta en las entrevistas cuando sabemos muy bien que recién actualmente empezamos a contar con estadísticas oficiales. Y que por lo tanto la comparación no es posible.
Veamos: contagio proviene del latín contagium derivado de tangere; se refería a tocar en Medicina del siglo XVIII. Contacto, influencia, contagio. Ovidio lo mencionaba como la influencia de un alma enferma (corrompida) y Lucrecio hablaba de contagio del delito. Por lo tanto, para aquellos latinos cabría hablar de contagio. Pero actualmente se lo aplica hablando de virus.
Los diccionarios acotan: “Transmisión o adquisición de una enfermedad por contacto con el germen o virus que la produce y también  transmisión de sentimientos, actitudes, simpatías, etc.” Y además, inoculación, infestación. De modo figurativo; influencia perniciosa, complicidad, relación, correspondencia,
La explicación se busca por medio de la “imitación” o copia y no falta quien remite a la identificación. Un sujeto que se identifica con el homicida y mediante el proceso identificatorio, procedería del mismo modo.
¿Cuáles serían las relaciones entre el contagio y el homicidio de mujeres? Los varones violentos ¿se contagian entre sí diseñando un circuito de sujetos contagiosos que se recortarían en el universo masculino para copiarse entre ellos y decidirse por el homicidio de mujeres? Porque si hablamos de contagio, identificaciones, imitaciones y copias tendremos que enlazar a unos con otros y suponer que el homicida Juan se identificó con los homicidas Pedro y Javier (uno u otro según lo que hubiese leído en el diario o mirado en tevé). O quizá sólo le alcanzó con informarse de otros homicidios para ser arrastrado por el mecanismo identificatorio que actuaría más allá de su voluntad; sería una conducta no del todo consciente, y podría ser inconsciente. Por otra parte, si se “contagiaran” de conductas homicidas, el contagio no sería voluntario; es evidente que el verbo contagiar precisa de una tercera instancia que es el factor contagiante, un virus o una mala influencia, siempre de un tercero. Alivio para la responsabilidad del sujeto, constituye una estrategia para concluir que “algo le pasó” al homicida, es una víctima de contagio o de los malos ejemplos. Una joya semántica para neutralizar su responsabilidad.
Para cualquiera de estas palabras la cuestión reside en dejar de lado la decisión autónoma y concreta del varón violento cuando decidió matar. O el virus o la pésima influencia de un tercero que pesaría en el ánimo vulnerable del homicida expuesto o al contagio o a la terceridad. De este modo el femicida queda al margen de lo que constituye el eje de su decisión, que es su deseo de matar que no se le contagia de otros ni lo posiciona como un imitador. 
Mata en tanto y cuando dispone de su deseo de matar, que Freud  analizó en Totem y Tabú: primero existe ese deseo y luego su racionalización. No es el objeto lo que hace –conduce– al deseo de matar, no es esa mujer, sino es el deseo de matar el que encuentra a la mujer que lo pondrá en marcha. No forma parte de la vida instintiva del sujeto, lo adquiere en su vida social en busca de poder, una forma de adquirirlo y gozarlo. Dicho sea de manera simplista y elemental, como intento de lateralizar las asociaciones entre contagios, imitaciones y copias que han puesto en evidencia lo intolerable que resulta asumir lo impredecible, incontrolable, el no saber qué hacer, la infinita dificultad para regular la violencia machista.
Un pensamiento colonizado y determinista insiste en buscar la causa de los femicidios sin que sea posible tranquilizarnos diciendo “¡Ah! ¡era por eso!”
Nuestras víctimas, como las de Ciudad Juárez en México y las de otras latitudes, sostienen las pautas de la necropolítica en la dimensión específica de los géneros, en este caso de las mujeres. Foucault ya había hablado del biopoder y las situaciones de los Estados que pierden  o disminuyen la gestión de la sociabilidad, que hoy en día Mbembe analiza como fenómeno africano y que incluye el poder coactivo cuya médula se enraiza en el deseo de matar. Si bien la comparación puede resultar una extensión ilícita de la necropolítica, la selectividad de estos femicidios la tornan asociable a las persecusiones que se ejecutan en determinados Estados ya que no se trata de homicidios habituales sino  enlazados con la condición genérica de las mujeres.

Las sobrevivientes

Escribí reiteradamente en PáginaI12 contando cómo trabajamos en el Programa Las Víctimas contra las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. La víctima o un vecino nos llama al número 137 y concurrimos a buscarla (un policía, una trabajadora social y una psicóloga) a su domicilio o donde se encuentre y la conducimos a realizar la denuncia por la violencia padecida. Hace diez años escuchamos, durante horas, las narraciones de víctimas de violencia familiar. Expongo entonces, uno de los historiales que sirve para pensar si se puede hablar de contagio o equivalentes o empezar a pensar desde otros ángulos el proceso machista que tenemos delante. Reproduzco –con alguna modificación por discreción profesional– los dichos de una mujer. Que no es única, sino que la selecciono por su redundancia: “Me pegó con un arma en la cabeza, me seguía gritando… quiso ahorcarme… le grité al nene (seis años) que corriese a buscar ayuda… Entonces él me disparó en el estómago pero no salió el tiro… volvió a tirar, se le trabó el arma y yo me escapé… Lo que pasa es que le prohiben que vuelva, lo excluyen por la denuncia, pero siempre  vuelve.”  
Más allá de todo cuanto se podría pensar acerca de estos historiales, este sujeto ¿es un femicida? No, porque no la mató. ¿Disponía de deseo de matar? Sí, dos veces gatilló el arma y la bala no respondió. Continuará viviendo con esta mujer o con otra, según sea su condena (lo que se logre). Así se organizará su nueva vida como parte de una necropolítica que, para superarse, precisaría pautas sociopolíticas, estatales, ejercicio de la justicia y la protección integral de la víctima destinada a prever lo que como podemos verificar ha sido anticipado.
Inútil es la indignación de quien lea. Sucede de este modo y no es el tema del artículo, sino la pregunta : ¿cómo se contagian estos violentos? ¿De quién? ¿Con quién se identifica cuando gatilla dos veces sobre su víctima? ¿A quién imita? 
Si entendemos cómo funciona en algunas oportunidades el prefemicidio, habremos comprendido hasta dónde es pertinente pensar en contagios, o imitaciones: escuchar a las víctimas nos torna furiosas contra lo repetido, y nos reclama prudencia al buscar las causas y nombres para aquello que nos aplasta por ser impredecible, quizá meticulosamente anunciado.

**Publicado en Página/12 el día 14/12/2016

martes, 23 de agosto de 2016

DIFUNDIR LA VIOLACIÓN

Por Eva Giberti*
**Es posible celebrar la veloz y eficaz reacción que la comunidad, en especial los medios de comunicación, produjo con motivo de las declaraciones de un cantante rockero que “bajó línea” en relación con la violación de mujeres. De su inmundicia –el texto fue nutrido con condimentos psicopatológicos– cabe mencionar como detalle el haber utilizado la cátedra de una Escuela de Periodismo para expresarse. Pero en este oportunidad el texto aberrante –que sin duda comparten innumerables varones– tuvo su correlato fecundo: la comunidad se mostró sensible y encendió la alarma. Lo cual conduce a reflexionar acerca de la dimensión antagónica de lo que habitualmente sucede: la insensibilidad y acostumbramiento de las poblaciones ante los horrores que los medios fotografían, exponen y describen cada día, así como ante las expresiones de autoridades que vulneran los derechos de las mujeres utilizando su lugar de poder. La brutalidad de las expresiones que utilizó este cantante coloca en superficie el horror que se siente ante las historias de violación, a pesar de su cotidiana aparición.
El acostumbramiento a lo que constituye el horror puede tambalear sin embargo cuando se fotografía el cadáver de un niño sirio, Aylan Kurdi, recogido en una playa turca; entonces la sensibilidad doméstica se altera; pero hizo falta esa escena que mostró cómo las olas depositaban el cuerpito en la arena. Mientras tanto miles de refugiados son perseguidos y otros tantos mueren ahogados a veces despertando lejana indignación y también rechazos porque: “no corresponde que inunden los países de otra gente”.
Inútil enunciar escenas horrorosas que denuncian el hambre en el mundo, porque resultaría interminable. Aquello que es preciso poner en evidencia es el acostumbramiento al espanto de aquellos desastres que convocan a millares de víctimas, entre ellas las catástrofes por doquier y las víctimas de episodios sangrientos. Todo mostrado cotidianamente de forma tal que la sensibilidad queda atorada; entonces empezamos a descubrir que la insensibilidad, precisa recurrir al mecanismo de la negación para no reconocer el horror que impide asumir lo que se está viendo o escuchando. De este modo, gracias a la insensibilidad se pierde la posibilidad de reflexión mental y el significado simbólico de aquello que se presencia o se conoce. Insensibilidad que no es ajena al consumo de sustancias “tranquilizantes”, “equilibrantes” y estimulantes que se ha disparado en el mundo occidental, una de cuyas funciones reside en impedir que determinadas emociones rocen la sensibilidad personal, asociada fuertemente con los pensamientos, conclusiones y reacciones de índole moral que podemos poner en juego.
Stanley Kohen habla de la fatiga de la compasión y se pregunta si “¿estamos hablando de una reacción frente a una crisis particular o de una disminución más general de la sensibilidad moral?” Introduce la idea de compasión como una vivencia que debe ser aprendida y enseñada y que al mismo tiempo podría ser una reacción “natural” ante determinadas situaciones desencadenada por el sufrimiento de los otros.
Los sufrimientos que ordenan los paisajes cotidianos mediatizados y que se repiten de manera intrascendente coadyuvan en la insensibilidad y el vacío de compasión pero en realidad no alcanzarían para la respuesta visceral de cada quien; precisan la convivencia con situaciones dolorosas que se resuelven pensando “siempre ha sido así”. El imaginario social está poblado de estas frases que justifican la negación del sufrimiento de otros, y, en oportunidades, como lo protagonizó ese cantante de rock, apelando a la posible histeria de alguna mujer que “precisaría” la violación. Cualquier argumento histórico o pretendidamente psicológico para recurrir al mecanismo de negación que nos conduce al embrutecimiento de los sentidos y a la pérdida de la capacidad simbólica que ayuda a pensar: ¿qué les sucede a esas personas que son victimizadas y su historia nos sirve como espectáculo?
Cuando celebro la reacción comunitaria en este caso de atropello divista (en boca de un cantante considerado divo) lo hago como contraejemplo de la insensibilidad mental que se patentiza cada día ante los cuadros dolorosos que podrían comprometernos y no obstante son recibidos mediante el mecanismo de la negación. Más aún celebro que no se haya formado –todavía– un club de varones dedicado a localizar mujeres histéricas para violarlas. Porque podrían ser innumerables aquellos que se mantuviesen ajenos a esta celebración y mantuviesen la insensibilidad cotidianamente adquirida y el embrutecimiento que los desplantes morales inducen.

*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
** Artículo publicado  en el diario Página/12 el 19 de Agosto de 2016

lunes, 25 de julio de 2016

LA PALABRA SANADORA

*Por Eva Giberti
**Si hablásemos de palabra terapéutica nos referiríamos a aquella que emite el profesional; pero la accción terapéutica no solo puede desatarse porque la universidad garantizó el decir, sino, en oportunidades una persona que habla, repara momentáneamente a quien está devorado por la angustia, entusiasma al bajoneado, o limita al desbocado.
Fue Platón quien creó la psicoterapia verbal mediante el “logos”, o sea la palabra, eludiendo los ensalmos y las impetraciones a los dioses que regulaban las creencias de aquellos griegos fundacionales. Esquilo, en su obra Las Coéforas, escribía lo suyo: “Una palabra puede tener la fuerza de una flecha y penetrar hasta lo más profundo del alma de quien la escucha”. Y Sófocles, en Edipo en Colona: “Los discursos bien compuestos, ya encanten, ya irriten o enternezcan otorgan prestada voz al silencioso”.
Los antiguos griegos nos dejaron palabras, filosofías y también fueron respetuosos y otras tantas veces desafiantes con sus dioses. Los historiadores nos contaron sus avatares cuando guerreaban y los traductores actuales inventan ciclos inexistentes: el guionista del film Troya modificó el lugar tradicional de los hechos para darle a Brad Pitt, que jugaba a ser Aquiles, la oportunidad de morir frente a la cámara. Las palabras de Homero son tan potentes como para sobrellevar deslizamientos olímpicos.
Las palabras que cumplen una labor sanadora disponen de múltiples oportunidades para expresarse, sobre todo cuando se hacen cargo de desentrañar secretos. Así como la ausencia de palabra esclarecedora puede envolver la existencia de miles de personas porque lo no dicho, el silencio que amputa el conocimiento de una historia de vida puede erigirse en sufrimiento futuro, en malestar permanente. Allí donde hace falta la palabra sanadora que aclare, informando y serenando.
El comentario surge porque el número de consultantes que han sido “adoptados” durante su niñez, e inscriptos como hijos propios de determinadas matrimonios, aumenta considerablemente. Quizás no tanto porque persista la malévola práctica de traficar niños sino porque se trata de adultos de 50 años y más que han llegado a una edad en la que no logran conformarse con “saber” que son “adoptivos”, cuando en realidad no lo son, sino víctimas de sustitución de identidad. O sea, han transcurrido su vida engañados sistemáticamente. Si hay adopción es porque es legal, de lo contrario se trata de sustitución de identidad, de apropiación de esa criatura. Así se procedía en décadas anteriores. Esos bebes crecieron y padecen el secreto de la palabra silenciada, de “la verdad oculta” que ningún miembro de la familia puede aclarar, porque transcurieron muchos años; y los que estuvieron entonces, cuando se realizó aquel “trámite” ya no están. Eran quienes podían emitir la palabra sanadora, contando, descubriendo, recordando, o, lo que es más grave aún, pueden decir: “Yo sé que te trajeron a casa de tus padres pero ellos nunca contaron nada”. O bien: “Sabemos que te fueron a buscar a casa de una mujer que se ocupaba de atender muchachas que no querían quedarse con el hijo y entonces ella los entregaba a distintas familias…Yo no sé cuánto les cobraría…”
La palabra sanadora de los parientes que podrían hablar se enturbia cuando recuerdan aquellas andanzas que se tramitaron 50 años antes, pero suele ser lo único que escuchan estas personas que anhelan encontrar un punto de sostén para poder registrar “algo” de su historia personal. Anhelan una palabra capaz de esclarecer, mínimamente, pero aun así sanadora cuando alguien cercano aporta una pista.
Es notable la reiteración de los pedidos de estas personas que solicitan “si tan solo tuviese una palabra como guía…”; momento en el que se comprende esa función sanadora de la palabra que informa.
Aun viven algunos de aquellos que disponen de esa palabra sanadora, y quizás no imaginan hasta dónde podrían aliviar, pronunciándola. Las palabras sanadoras cuentan con horizontes múltiples, pero en esta oportunidad, el desasosiego y la permanente desazón de este universo de seres apropiados siendo niños para la satisfacción de los adultos que no imaginaron cuánto daño podrían producir, clama a quienes insisten en “guardar el secreto”.
Moralmente los convoca la obligación de pronunciar la palabra sanadora que ingrese en lo “más profundo del alma de quien escucha”, de aquellos a quienes les asiste el derecho de saber, aunque sólo se trate de una mínima referencia al origen de su historia de vida.
*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
**Publicado en Página/12 el 20 de julio del 2016

martes, 7 de junio de 2016

ALGUIEN SE EQUIVOCA

Por Eva Giberti*
**Alguien se equivoca si piensa que el 3 de junio del año 2015 fue un brote de furia organizado por mujeres enardecidas. Las acompañaron algunos varones esclarecidos y otros tantos oscuros y oportunistas. Fue una furia cotidiana que quedó a la vista, la estridencia visual de los cuerpos que mostraban las cicatrices y los carteles: “A mí me quiso quemar viva…”
Alguien se equivoca si piensa que vamos a contar cuántas calles se ocuparán este 3 de junio del año 2016, porque la política no se mide con la vara de las estadísticas sino que se la reconoce cuando se hace presente allí donde hace falta. Y NiUnaMenos es la política.
Una comunidad de mujeres en la que cada cual puede decir lo que quiere, lo que piensa, lo que le pasó. Una comunidad de comunicación, en comunicación para transformar lo que se creía individual en un manifiesto donde se denuncia a los homicidas, a los golpeadores, a los jueces, a los violentos, a los policías, a los gendarmes y a cualquier fuerza de seguridad.
Unidas en una unidad que, asombrosamente, se define “afuera” de las mujeres, en el espacio que les había sido históricamente limitado, la calle. Están unidas desde adentro, desde la reunión que las convoca, pero no es allí donde recala la energía sino en la sonoridad de los gritos que la calle recoge, como palabras que se desatan en un “afuera” que ellas expropian. Es desde ese “afuera”, ahora ganado masivamente, como una calle que antiguamente se recorría con breves carteles pidiendo por el derecho al voto, es desde ese lugar de donde parten los contraproyectos que intentan torcer y silenciar los movimientos de mujeres. Ahí donde se debe atender con energía porque de allí provienen las impunidades, las indiferencias, las negligencias y la permanente autorización social para tolerar la violencia contra las mujeres.
En ese “afuera” se asientan los que juegan con la violencia que ahora llaman de género para disimular la violencia patriarcal, y digo que juegan porque la exhiben en los medios como territorio de disputa para opinadores e ideólogos apostando al mayor rating posible. Comparten los espacios con las mujeres que, hace años ya, decidieron mostrarse ante una cámara y desnudar las señales que la quemazón y los tajos marcaron para su memoria, también enseñanza para que otras aprendan a no desobedecer al varón.
En ese “afuera” se arriesga el secuestro de las distintas formas de violencias contra las mujeres al confundir la tremenda posibilidad de hablar y denunciar que hemos ganado en las luchas cotidianas con el chiste de doble sentido de los denominados “humoristas” de los medios que no pueden eludir la violencia machista de sus decires, los locutores y los conductores que hablan de la víctima de violación porque “regresaba tarde a su casa” y entonces claro… Exculpando al violador porque la autodeterminación de la víctima la condujo a elegir su hora de regreso.
También el riesgo de secuestro de lo que se ha ganado en materia de esclarecimiento acerca de violencia contra las mujeres reside en el intento sostenido de impedir que nos autolegislemos, tomemos las palabras por nosotras, para nosotras y regulemos aquello que nos corresponde regular. Y en NiUnaMenos está muy claro que el varón se ha aposentado como contendiente perdurable, que se nos acerca para complejizar el espectáculo de los encuentros multitudinarios mostrando que nos apoyan pero desde sus estrados y sillones de potestad juegan a otro juego. También desde la domesticidad de la violencia familiar, doméstica, siempre patriarcal, siempre contra las mujeres. De eso hablamos en NiUnaMenos, entonces no se retuerzan los masculinos solicitando ecuanimidades porque nosotras tendríamos que saber que no todos los varones son violentos… Nosotras hablamos desde NiUnaMenos, donde nos falta UNA. Desde ese lugar, que es el de la política, localizamos a los femicidas que pretenden argumentar accidentes, advertimos que las estadísticas crecen y alzamos los textos de la ley.
*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación
** Publicado en el Diario Página/12 el Miercoles 1 de Junio de 2016


ALGUIEN SE EQUIVOCA

Por Eva Giberti*
**Alguien se equivoca si piensa que el 3 de junio del año 2015 fue un brote de furia organizado por mujeres enardecidas. Las acompañaron algunos varones esclarecidos y otros tantos oscuros y oportunistas. Fue una furia cotidiana que quedó a la vista, la estridencia visual de los cuerpos que mostraban las cicatrices y los carteles: “A mí me quiso quemar viva…”
Alguien se equivoca si piensa que vamos a contar cuántas calles se ocuparán este 3 de junio del año 2016, porque la política no se mide con la vara de las estadísticas sino que se la reconoce cuando se hace presente allí donde hace falta. Y NiUnaMenos es la política.
Una comunidad de mujeres en la que cada cual puede decir lo que quiere, lo que piensa, lo que le pasó. Una comunidad de comunicación, en comunicación para transformar lo que se creía individual en un manifiesto donde se denuncia a los homicidas, a los golpeadores, a los jueces, a los violentos, a los policías, a los gendarmes y a cualquier fuerza de seguridad.
Unidas en una unidad que, asombrosamente, se define “afuera” de las mujeres, en el espacio que les había sido históricamente limitado, la calle. Están unidas desde adentro, desde la reunión que las convoca, pero no es allí donde recala la energía sino en la sonoridad de los gritos que la calle recoge, como palabras que se desatan en un “afuera” que ellas expropian. Es desde ese “afuera”, ahora ganado masivamente, como una calle que antiguamente se recorría con breves carteles pidiendo por el derecho al voto, es desde ese lugar de donde parten los contraproyectos que intentan torcer y silenciar los movimientos de mujeres. Ahí donde se debe atender con energía porque de allí provienen las impunidades, las indiferencias, las negligencias y la permanente autorización social para tolerar la violencia contra las mujeres.
En ese “afuera” se asientan los que juegan con la violencia que ahora llaman de género para disimular la violencia patriarcal, y digo que juegan porque la exhiben en los medios como territorio de disputa para opinadores e ideólogos apostando al mayor rating posible. Comparten los espacios con las mujeres que, hace años ya, decidieron mostrarse ante una cámara y desnudar las señales que la quemazón y los tajos marcaron para su memoria, también enseñanza para que otras aprendan a no desobedecer al varón.
En ese “afuera” se arriesga el secuestro de las distintas formas de violencias contra las mujeres al confundir la tremenda posibilidad de hablar y denunciar que hemos ganado en las luchas cotidianas con el chiste de doble sentido de los denominados “humoristas” de los medios que no pueden eludir la violencia machista de sus decires, los locutores y los conductores que hablan de la víctima de violación porque “regresaba tarde a su casa” y entonces claro… Exculpando al violador porque la autodeterminación de la víctima la condujo a elegir su hora de regreso.
También el riesgo de secuestro de lo que se ha ganado en materia de esclarecimiento acerca de violencia contra las mujeres reside en el intento sostenido de impedir que nos autolegislemos, tomemos las palabras por nosotras, para nosotras y regulemos aquello que nos corresponde regular. Y en NiUnaMenos está muy claro que el varón se ha aposentado como contendiente perdurable, que se nos acerca para complejizar el espectáculo de los encuentros multitudinarios mostrando que nos apoyan pero desde sus estrados y sillones de potestad juegan a otro juego. También desde la domesticidad de la violencia familiar, doméstica, siempre patriarcal, siempre contra las mujeres. De eso hablamos en NiUnaMenos, entonces no se retuerzan los masculinos solicitando ecuanimidades porque nosotras tendríamos que saber que no todos los varones son violentos… Nosotras hablamos desde NiUnaMenos, donde nos falta UNA. Desde ese lugar, que es el de la política, localizamos a los femicidas que pretenden argumentar accidentes, advertimos que las estadísticas crecen y alzamos los textos de la ley.
*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación
** Publicado en el Diario Página/12 el Miercoles 1 de Junio de 2016


martes, 3 de mayo de 2016

“¿LOS ABUELOS?”


Por Eva Giberti*

**Cuando es necesario aludir o mencionar a gente de la tercera edad, los viejos y las viejas, una singular tendencia determina que tanto en los medios de comunicación como en expresiones barriales sean denominados “abuelos”. Si se trata de un accidente, un automóvil atropelló a una abuela y si se describe un asalto “los abuelos fueron maniatados...” Pero sucede que estos “abuelos” jamás lo fueron: no existen tales nietos y en oportunidades, tampoco hijos. No obstante, cualquier comentario del diario vivir nos introduce al dulce nombre de abuelo como identidad asignada.
La abuelidad adquirió su vigencia merced a Perrault que diseñó una abuela solitaria, viviendo en una casita dentro de un bosque umbrío (por eso tenía las ventanas abiertas), y a merced de un lobo, animal que reiteradamente Animal Planet se empeña en mostrarnos con perfiles perrunos y convivenciales. En el cuento para niños ella es deglutida por la bestia (que recordemos no la mastica porque cuando, al final, el cazador abre la panza del cuadrúpedo la rescata entera y sin digerir –en la versión de los hermanos Grimm–). Es una abuela que atravesó los avatares de quien es tragado para luego exponerse a un rescate por el coraje de un cazador que, escopeta al hombro y cuchillo de carnicero para abrir panzas mediante, salvará la vida de la niña y de la abuela.
¿La abuela sabría que su nietecita la visitaría? Esa es una pregunta que suelen hacerse las abuelas a menudo, pensando en hijos y nietos. Las abuelas de verdad, porque las otras y los otros llamados abuelos sin serlo saben que no habrá ni hijos ni nietos, aunque la sonrisa almibarada de algunas sociedades los bautiza con la prepotencia semántica de quien se siente dueño del idioma.
“Pero Eva... Esa crítica es una exageración... Se los llama de ese modo porque es cariñoso, para hacerlos sentir acompañados, considerados... ¿qué importa si son abuelos de verdad?”
Por cierto, la verdad no es lo que más interesa ni averiguar cómo les resulta escuchar que se los llama “abuelos” a quienes no lo son. Identidad impuesta que al mismo tiempo crea una esencia, la abuelidad, en tiempos en los que las esencias se diluyen y las identidades se modifican de acuerdo a la voluntad de quien las transporta según los ritmos propios de la Modernidad tardía.
Identidad que en este caso excluye a los otros, a los viejos y viejas que no son abuelos, para colocarles en el oído la sonoridad de aquello que no les pertenece. Como toda identidad fulgurante (ésta es una de ellas por el modo y la oportunidad en la que se la utiliza) sirve para excluir a los otros, a los que no tuvieron ni tienen los nietos que la identidad impone.
Se adjudica y asigna esta abuelidad para dejar sentado que esos sujetos alguna vez han engendrado, han sido productivos; si se los menciona como ancianos, alguien puede darse cuenta de que no son sujetos que el mercado considere valiosos en cuanto a su capacidad productiva.
Otra historia y otro cantar con los viejos sabios de la tribu que aconsejaban a las nuevas generaciones sentados alrededor del fuego doméstico y que se consideraban modelos o ejemplos respetables; menos aun con el viejo Vizcacha, personaje poético y decidor de verdades: ahora es distinto. Tan distinto que resulta necesario –para todos los de la tercera edad– crearles una identidad “cariñosa” de modo que no aparezcan como sujetos solitarios, que apenas pueden caminar para salir de compras, que titubean con sus recuerdos o lo que es peor los usan para compararlos con la vida actual. ¿Ir de compras? Este es otro capítulo porque, como a la abuela de Caperucita, hay que surtirlos porque podrían perderse en el bosque (hoy en las avenidas) buscando el camino del supermercado.
Con cierta frecuencia la comunidad semantiza haciendo trampas, cuando algo inquieta su “buena conciencia”; por eso siempre la prostitución es “infantil” en lugar de hablar de niñas victimizadas por los adultos, el abuso sexual contra los niños también es caracterizado como infantil para disimular el delito parental y también los padres adoptantes, no son noble y sinceramente adoptantes, sino “padres del corazón”. La cuestión de fondo reside en enmascarar aquello que los hechos transparentan y empinan cuando quedan a la vista. Entonces se otorgan identidades que se organizan en cartografías que provean seguridad a quien se puede sentir sacudido por las palabras que aportan certezas quizás insoportables.
Las identidades, cada vez más cambiantes, avanzan en su movilidad a pesar de los intentos de buscar identidades fijas: “abuelo” es identidad fija desde tiempos bíblicos y ha sido elegida como garantía de permanencia.
Todavía sucede de este modo en épocas en las que la juventud, endiosada, constituye el paradigma de todas las esperanzas pero arrasa con la esperanza de aquellos que no esperan ver crecer a sus nietos. Pero a ellos también los bautizan mediante el rito de la palabra que pretende dulcificar aquello que el cuento había resuelto: el lobo se comió a la abuela pero se disfrazó de abuela para confundir a la niña. La tesis es impecable: hay que disfrazarse de abuela para esconder los hechos. Entonces llamemos “Abuelos” a todas esas personas que son ancianos, viejos, personas “mayores”, gente de la tercera edad.
Existen personas solteras, viudas, pero ¿cuál es el estatuto de quien es gente de la tercera edad y no tiene nietos? Parecería que el problema mayor reside en exceder los sesenta años ya que según la directora gerente del FMI, Cristina Lagarde, se corre el “riesgo de que la gente viva más de lo esperado” o sea “el “riesgo de la longevidad” sobre las finanzas públicas (abril 2012). Como sabemos, cuando se vive más de lo esperado el Estado debe comprometer los fondos públicos(!?) para jubilarlos... lo cual significa un alto costo nacional(!?).
Entonces, para ser cariñosos, por lo menos, concedámosles el título de Abuelos a todos, con o sin nietos, sin diferencias odiosas, sin advertir que la abuela vivía sola en una casita dentro de un bosque umbrío, con las ventanas abiertas y la puerta sin cerrojo, esperando que le llevasen algo para comer, enferma en la cama y a merced de un animal hambriento. Nunca sabremos si el lobo se la comió con el camisón y la cofia –según los dibujos que ilustran el cuento– o si la desvistió primero, para preservar la ropa del posterior disfraz. Pero que el disfraz del lobo, así como su diálogo con Caperucita intentando hacerse pasar por una abuela, constituyen una clave del cuento, no caben dudas. De eso se trata: hacerse pasar por abuela/abuelo mediante el disfraz que la palabra “abuelo” aporta. Pero dejémoslo claro: así puede suceder cuando se llega a viejo, o sea, cuando se vive más de lo esperable.

*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
**Nota Publicada en Página/12 el 20 de Abril del 2016


lunes, 7 de marzo de 2016

LOS HERMANOS ADOPTIVOS

La autora analiza las habituales fantasías de los hijos adoptivos sobre la eventualidad de tener “hermanos” que podrían desear comunicarse con ellos. El papel de la consanguinidad y los efectos de esas fantasías sobre la estructura familiar.







* Por Eva Giberti

**Los hijos adoptivos suelen fantasear que tienen hermanos que existirían en alguna parte, es decir, imaginan a otras criaturas que ellos denominan hermanos y piensan que tal vez –esos otros– desearían comunicarse con ellos. Como si esos hipotéticos hermanos tuviesen conocimiento de la existencia del adoptivo al que querrían conectar.
No es difícil suponer que el proceso es el opuesto: hijos adoptivos imaginando que tienen “hermanos” a los que desearían conocer. Fantasía que se incrementa durante la adolescencia cuando por ejemplo una adolescente en consulta me preguntó, afirmando: “Vos conocés mejor que yo la historia de mi adopción. Vos sabés si yo tengo hermanos, a mí no me lo quieren decir...”
¿Podríamos hablar de “hermanos” cuando el niño adoptivo fue cedido por su madre de origen poco tiempo después de nacer y, adopción plena mediante, no mantuvo ningún contacto con la familia adoptante?
¿Alcanzaría con la filiación consanguínea para decretar la fraternidad entre los hijos habidos anteriormente al nacimiento de la criatura que fue cedida en adopción? ¿Es suficiente la consanguinidad para hablar de “hermanos”? Para la fantasía y los deseos de los adoptivos parece ser suficiente porque se refieren a esas inexistentes personas –para ellos– como si realmente fuesen hermanos.
Los que estuvieron antes...
Comencemos entonces por algunas experiencias: ese otro niño, nacido de la misma madre, años antes de aquel que fuera cedido en adopción, quizás presenció el embarazo de esa mujer y se enteró que le había nacido un hermano. Quizás también acompañó a su madre al hospital. Pero poco tiempo después, ese bebé de pocos días o con seis o siete mese de edad dejó de formar parte de su cotidianidad: había sido cedido en adopción. No obstante él sabe que tuvo un hermano. Poco y nada se ha ocupado la Psicología de estos primeros niños que advienen a la categoría de desaparecidos para el hermano mayor quien un día cualquiera dejó de tener contacto con ese bebé. Para esos hermanos mayores existió un hermano que se perdió. Y así lo cuentan: “Un día mi mamá nos dijo que el más chiquito no volvería a vernos porque estaba con una familia que lo iba a criar...” Parecería que allí finalizasen estas historia. Dudo que así sea para esos hermanos mayores que, ellos sí, tuvieron contacto con ese niño que fue su semejante y su prójimo.
El semejante (simile) remite a quien se nos parece en tanto persona física inserta en lo social. Prójimo, cuya etimología se asocia con vecindad, cercanía, se asienta en una concepción topográfica: aquel que se encuentra cercano. Más tarde adquirió una significación relativa a la solidaridad que le debemos a ese prójimo. Si bien no están cercanos, es probable que exista semejanza física entre aquellos que existieron antes que el adoptivo que hoy los reclama o requiere, aunque provengan de padres diferentes: el sello de la madre de origen persiste en ambos. Además se trata de la semejanza entre seres humanos.
De pronto, ese otro hijo de aquella mujer adviene a la categoría de “hermano” que le otorga el hijo del que ella se desprendió.
¿Se podrá nominar como “hermanos” a aquellos que no se sabe si existen? Así lo nombra el adoptivo pensando que comparten consanguinidad (en realidad dice que “tuvieron la misma mamá”). Para el hijo adoptivo cuenta el deseo, el apetito y la necesidad de conocer aquel capítulo que está escondido en la maraña del origen. Entonces nomina como “hermano” al soporte humano de un misterio con quien quizá compartió cercanía, y aún contacto, pero sin saber que estaba enlazándose con un hermano, porque en ese entonces su estatuto era el de un bebé que no sabía de filiaciones. En algún momento la fratria inicial pudo haber compartido la consanguinidad y algún contacto corporal.
Extraña coyuntura que adquiere realce en su calidad de enigma doblemente apuntalado por la curiosidad actualizada del adoptivo y resignada ausencia por parte de los mayores que solo recuerdan, algunos de ellos. “Tuve un hermanito pero nunca supe de él...”

La pulsión de saber y el otro

El hijo adoptivo no sólo fantasea con hipotéticos hermanos, suele mencionarlo y su saber depende de lo que sus padres hayan obtenido como datos ciertos, y de su voluntad de informar. Lo verbalice o no, la pulsión de saber, de investigar y descubrir persiste latente, a veces de manera muy inquietante para la familia adoptiva. Cuando conocen la historia dudan si contarlo o no, y si no han sido informados –lo cual sería grave– la pulsión del hijo se torna reclamo doméstico en su afán de saber. Lo cual aparece de una manera desordenante en una familia que adoptó a una criatura sin hermanos, por lo menos en lo que al adoptar se refiere. No imaginan que ese misterio que el hijo incorpora puede significar un traumatismo para él. No necesariamente, pero si el adoptivo lo convierte en enigma –algo que no se puede comprender– la imaginada fratria se atraganta porque se instala como lo pendiente que genera una resignación hostil. “Nunca podré saber si por el mundo anda caminando alguien que se me parece...”, me decía una adoptiva adulta, más allá de las embestidas verbales de los adolescentes que en consulta imaginan a la terapeuta como aliada del secreto parental guardado. A veces disponemos de información pero son los padres quienes deben hacerse cargo de aquello que conocen.
Porque el hijo precisa corroborar la existencia de ese otro para que por fin sea otro. Sin que interese conocerlo personalmente. No es preciso que se emprenda ese viaje en busca del desconocido, alcanza, casi siempre, con saber que más allá de lo consanguíneo hay otro. Un otro diferente que transforma en alguien “distinto” al adoptivo, porque aceptar la existencia de ese otro si bien no genera una fratria, una hermandad, podría hacerlo si se realizara un encuentro. Es decir, ese otro hijo de la misma madre de origen se convertiría en otro trascendente para el hijo adoptivo. De allí que la fantasía de “Yo quiero saber si tengo hermanos...” abre un sendero que transforma a ese sujeto misterioso, que no existe en la cotidianidad familiar, en otra persona que incluye una rudimentaria forma de trascendencia en los monólogos del adoptivo cuando se cuenta a sí mismo las historias que habrían vivido –o podrían vivir– él o ella y sus hermanos. Que siempre se imaginan idealizados como simpáticos y fuertes, ya sean varones o mujeres. Fuertes en el sentido de “haber vivido experiencias distintas de las que pudo transitar el adoptivo”. Así describen a esos hipotéticos “hermanos” a los que suponen con historias de vida “interesantes”. No obstante, en algunas oportunidades, los adoptivos adolescentes fantasean con hermanos que podrían padecer necesidades y pobrezas. Así me lo comentaba un adolescente al referirse a la provincia donde había nacido, inundada en grandes zonas: “Si tengo hermanos seguramente estarán evacuados, deben precisar ayuda porque son pobres...” ya que la información acerca de su adopción se atribuyó a la pobreza de su madre de origen.
O sea, el caudal imaginativo que se acumula alrededor de estos hermanos –que suelen existir– configura una significativa riqueza en la construcción de la subjetividad de los adoptivos, varones y mujeres. Transcurrir cada día fantaseando, imaginando que en alguna parte existe otro que podría abrazarse fraternalmente, con el soporte que la genética autorizaría, no es una dimensión menor en la subjetividad de los adoptivos. Merece la atención de quien convive con ellos, por lo menos para suponer que ése podría ser uno de los secretos que los adoptivos transportan sin necesidad de conversarlo diariamente. O presionando fuertemente en busca de una información concreta. Que abre otro capítulo.
* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
** Nota publicada el 03/03/2016 en el diario Página/12

jueves, 21 de enero de 2016

¿ADULTOS MAYORES?

Una historia que se repite en las consultas de la gente de la tercera edad y arrecia en las fechas cercanas a las fiestas. Tiene que ver con la participación en las mesas familiares y la sensación creciente en que es imposible en ese contexto participar del diálogo generado. Cómo se vive esa situación de exclusión involuntaria.


*Por Eva Giberti

**Si el lector o la lectora tiene menos de 60 años este tema quizá no le pertenece porque, como decimos de entrecasa, se trata de los viejos, de los “abuelos” como la sensiblería tilinga de algunos conductores de los medios insiste en cotizarlos sin saber si ese adulto tiene o no nietos, si sufre por no tenerlos o si los tiene y es como si no existieran; la gente de la tercera edad, los ancianos, en fin, un guión que abarca los setenta años, los ochenta y más. Los de setenta años ni remotamente se sienten miembros de esa cohorte, pero las reiteradas visitas al médico les imponen una realidad.
Podemos sumar a quienes tienen más de ochenta años y también noventa si bien esos diez años de diferencia pueden marcar territorios disímiles. Sin embargo, comparten una situación que escucho narrar cada vez con más frecuencia, en consultas que aparentemente nos hablarían de depresión. Siempre es la misma historia, y arrecia en las fiestas de cumpleaños y en las festividades clásicas, navidades, finales de año. Mesa reunida con los hijos, nietos y amigos de los hijos. Conversaciones surtidas, entrecruzadas, donde todos y todas intervienen. Ameno encuentro, cordial, simpático sin la menor intención de excluir a alguien. Pero ese alguien, que participa en presencia, está sentado o sentada, escuchando sin que le sea posible intercalar un comentario. De repente ¿se volvió tonta o tonto? ¿Ha dejado de leer?¿De escuchar la radio? ¿Está obnubilado y en otro mundo, se comporta como un vegetal? No, nada de eso. Es la misma persona de siempre pero ha encallado en la edad que los otros comensales no alcanzaron aun y no imaginan que existe. Porque esa persona sentada con ellos, continúa siendo la misma en los afectos y el respeto que le tienen, pero ahora no es una tripulante de esa nave que los otros pilotean con sus ideas, sus opiniones, su tremebunda información y sus certezas adultas y juveniles. Todos conocen a esos nuevos grupos musicales, a esos actores que arrasan en la tevé, se han enterado de las últimas noticias políticas y lo comentan todo vertiginosamente, intercambiando comentarios, alguna discusión pero siempre entre ellos, construyendo un túnel invisible por donde transita la época actual. Donde no puede introducirse quien tiene ochenta años aunque le sobren comentarios y disponga de alguna información o punto de vista.
Involuntariamente queda excluido/a en un silencio de ausencia mortal que ninguno hubiese querido provocarle, pero esa persona está allí, inerte, repleta de palabras posibles pero que no interesan porque no cuajan en el ritmo vertiginoso de las idas y venidas entre los comensales. Pueden ser ideas interesantes pero no están en el contexto que los otros adultos, hijos, nietos, amigos comparten cotidianamente y al cual quien tiene 70, 80 o más no logra adherirse. Puede disponer de contenidos múltiples y valiosos, cosas para decir, pero se supone que hablará desde otra época, desde cuando era joven, y eso ya no funciona.
No existe el menor atisbo de discriminar a ese comensal, sencillamente se lo desconoce como sujeto dialogal y el diálogo es aquella sustancia que permite que las cosas aparezcan, se transparenten. El comensal sentado sin diálogo, por muy amado que sea en esa familia se endurece como si fuera una cosa porque la cosa no piensa ni dice. Los temas y problemas del ser se convierten en problemas del decir, que es lo que no atina a hacer el viejo o la vieja que además, no puede dejar de pensar en el pequeño dolor que lo aqueja en ese momento o recordar la pastilla que deberá ingerir dentro de media hora. No lo hace porque no hay pausa para escucharlo o preguntarle y entonces en la consulta dicen: “No les interesa lo que yo les diga, en realidad yo no les intereso, me invitan porque no quieren dejarme solo...” Las escenas de ese encuentro transcurren contra las expectativas del anciano invitado, los diversos sucesos se enuncian de manera imprevista si bien lógica para quienes hablan y ese imprevisto posiciona al adulto mayor como espectador de una puesta de teatro de la que no participa aunque es uno de los protagonistas. Ese invitado/espectador se encuentra adherido a su símismo como observador silencioso, posición que lo afecta y puede generar furia o desconsuelo. Ingresa en una peripecia, algo raro, que inicialmente lo asombra porque es desconocido y le sucede en medio de personas, cosas, circunstancias conocidas (su familia) a la que va acostumbrándose con los años (Aristóteles consideraba la peripecia una ironía del destino). Ha aprendido a estar callado donde siempre se lo escuchó o donde siempre se la consultó y ahora pasa inadvertido/a en la hora del diálogo, siempre bien atendido en su dieta o en el brindis general.
Como se trata de una situación aprendida, los jubilados crearon sus propios clubes superadores de los bancos de las plazas, sus propios viajes en conjuntos armoniosos restallantes de conversaciones acordes con quienes se reconocen como semejantes. Pero algunos no concurren a estas agrupaciones y esperan ser escuchados en sus familias, en sus mundos de siempre. Quizá, por ser lo más difícil, sea ésta la etapa en la que se inaugura el remanso, cuando el agua se mece a sí misma, se escucha a sí misma; los adultos mayores se dan cuenta que podrían decirle a los otros que ellos continúan fluyendo, que están allí, y no sólo para que los atiendan y acompañen al médico, sino para dialogar. No se atreven a rescatar la presencia simbólica que la palabra incluye. Porque quizá no se sientan seguros con su lenguaje, con la velocidad de sus ideas, con la articulación de sus palabras. Pero la palabra de los viejos y de las viejas está allí, omitirla en las invitaciones familiares y en la vida es una indiferencia que merece revisarse. La palabra humana que le escamoteamos al otro y la escucha saturada por lo innecesario de cada día que anula o posterga la presencia simbólica del otro, son amarga insignia de estos tiempos.
* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
** Nota publicada el 21/01/2015 en el diario Página/12