*Por Eva Giberti
**Raúl Alfonsín
acababa de asumir. Había seleccionado su gabinete para iniciar el camino hacia
la democracia restituida. Pensó que debía ocuparse de temas referidos a los
derechos de las mujeres y solicitó la colaboración de quien era una figura
indiscutible en ese tema: María Elena Walsh. Ella había luchado –en sus
historias, en sus declaraciones, en sus canciones– defendiendo los derechos de
las mujeres y personalmente era una figura ejemplar.
Así fue como
María Elena concurrió a Casa de Gobierno varias veces hasta que en una
oportunidad ella pronunció la frase terrible:
“Presidente,
habría que legislar sobre el aborto”. María Elena contaba, con cierta indignada
sorpresa, que el presidente no quiso oírla y ella desistió del intento (por la
manera de contarlo podemos imaginar que el presidente se asustó). Desistió de
tal modo que no volvió a la casa de Gobierno. Una lástima, se perdió una
asesoría formidable acerca de los derechos de las mujeres, pero los tiempos
históricos dicen que no era el momento.
En esa misma
época yo escribí un artículo sobre el aborto en la Revista de la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y recibí una reprimenda porque
algunos socios, que pensaban de otro modo, se habían quejado.
En 1985 Laura
Klein decidió presentar su libro Fornicar y Matar, destinado a reflexionar
acerca de temas asociados con el aborto, un libro duro, inquietante, que años
más tarde revisó y volvió a editar. En aquella primera oportunidad, en medio de
un suspenso significativo y con cierto temor por las reacciones que podrían
aparecer en el público que conociera su contenido, lo presentamos Magdalena
Ruiz Guiñazú, otra persona, un varón prestigioso cuyo nombre no recuerdo y yo.
Anteriormente,
desde hace décadas, las feministas reclamábamos, en grupos o mediante
intervenciones personales, el derecho al aborto como tema de salud pública.
Conocíamos las limitaciones de la demanda y no ignorábamos que enfrentábamos
creencias arraigadas y obediencias religiosas.
Actualmente,
el Proyecto –cuyos antecesores merecen citarse– se encontró inmediatamente
frente a su contraproyecto. Lo cual es valioso y es imprescindible. Porque los
contraproyectos, según sea su fuerza, contribuyen a definir el poder y la
racionalidad del Proyecto.
Cuantas más
ridiculeces y carencias de argumentaciones racionales propongan los
contraproyectos, mucho más se evidencian las operaciones lógicas que sostienen
los diversos capítulos del Proyecto. Por ese motivo –y otros– no conviene
enojarse con quienes agitan posturas que representan el contraproyecto, porque
son necesarios para contrastar, por una parte la racionalidad, la inteligencia
emocional, la solidez estadística, el diseño de un plan y por otra parte
las creencias. Así como agitan la torsión de un humanismo ajeno a toda
sensibilidad científica del contraproyecto.
En la
actualidad, celebrando la visibilización del tema, hemos escuchado, resurgiendo
de antiguas oscuridades, la reiteración de un argumento cuya perversidad es
peligrosa porque hay ingenuos/as que lo repiten: “Y… podrían tenerlo y después
darlo en adopción…” Yo podría oponerle un argumento sentimental porque conozco
de muy cerca la experiencia con mujeres que ceden sus criaturas en adopción:
las que lo hacen porque no pueden darles de comer y se quedan con otros hijos
mayores, por ejemplo. Y conozco ese dolor, inimaginable. Pero ceder una
criatura a la que se maldijo desde su existencia deseando abortarlo también
implica sobrellevar el embarazo, el parto y asumir el momento de la cesión que constituye
un “trámite” angustiante e inolvidable. Pero éste es un argumento sensible. Mi
argumento es otro. Los que sostienen “Y… que lo dé en adopción”… convierten el
útero de la gestante en un objeto, por lo tanto, convierten a esa mujer en un
objeto preñado para asistir a otra mujer, que esa sí que sería una persona
porque querría ser “madre” de esa criatura, a su vez objeto de intercambio,
perpetrado institucionalmente como forma exquisita de violencia.
Esa mujer que
quiere abortar se convertiría por obra y gracia de “los generosos” en una cosa,
en un útero al servicio de otros, mientras ella soporta su pesadumbre durante
los meses de gestación habiendo dejado de ser persona: es solamente un útero,
una víscera que alrededor no tiene una persona mujer, sino “ la que quiere
abortar”. Además, gratuito, porque tampoco es un útero subrogado. Esa es la
perversidad. Perversidad quiere decir sentir placer en dañar a otra persona.
Hemos
escuchado sandeces de toda índole durante estos días y hemos confirmado que las
creencias pueden sostener la buena fe de muchas personas que realmente piensan
en sus argumentos, pero no han decidido revisar sus pensamientos.
Y hemos
escuchado la graciosa implementación de la equidad de quienes dicen: “Es
una cuestión muy personal… Yo no puedo opinar, tendría que ver en cada caso”. Y
así, claro, no opinan.
Es muy
interesante porque han tenido que darse cuenta que existe algo importante en lo
cual podrían pensar y generarse a sí mismos una opinión acerca de la vida y los
derechos de las mujeres.
La tensión ha
sido el pródromo de estas horas en las que nada y todo se sabe. Llegará el alba
con la noticia. La vida ya sabe que hay una frase que hace años murmurábamos,
gritábamos, pedaleábamos y reclamábamos: ¡Aborto legal, seguro y gratuito!
* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
** Publicado en Página/12 el día 14/6/2018