Por Mercedes Arriaga Flórez - Dra. en Filología Italiana y en Teoría de los Signos. Catedrática de Filología italiana, Universidad de Sevilla.
En nuestra cultura la mujer ha sido pensada, categorizada, definida, "hablada", por un pensamiento construido exclusivamente por hombres que, al mismo tiempo que construían su identidad, relegaban lo femenino a lo "Otro", al silencio, a la naturaleza, a la materia, a la ambivalencia simbólica, al "lado de la opacidad" (Amoros, 1985: 25)
Dos definiciones de cultura nos interesan en especial modo: la primera es la que la define como "herencia", bien sea de objetos concretos (cultura material), bien sea de "ideas, procesos técnicos, costumbres y valores que se trasmiten socialmente" (Malinowski, 1970: 135). La segunda es la que define la cultura como mecanismo que determina modos de comportamiento. No podemos olvidar que, tanto esos saberes heredados, como esas reglas sociales están profundamente marcados por una concepción androcéntrica y patriarcal del mundo.
Transformar la arbitrariedad cultural en conciencia "lógica y natural" del estado de las cosas entre hombres y mujeres es una de las operaciones del patriarcado para perpetuar la subordinación de lo femenino y justificar la sumisión de la mujer. Esa arbitrariedad cultural determina cuál es la naturaleza y función de las mujeres independientemente del papel social que desempeñan, independientemente de sus derechos civiles y políticos.
Dicha arbitrariedad está marcada por la desigualdad con respecto a lo masculino y como sostienen Eva Giberti y Ana Fernández: "desigualdad-discriminación-violencia forman parte de un particular circuito de realimentación mutua que se despliega a través de la producción social de las diversas formas de aceptación que legitiman las desigualdades como práctica discriminatorias, y, a la vez, invisibilizan los violentamientos" (Giberti y Fernández, 1989: 17).
Igualitarismo abstracto
La igualdad de derechos y de deberes entre hombres y mujeres, sancionados por las constituciones vigentes, dejan casi inalteradas las desigualdades entre hombres y mujeres en la vida privada, por una parte, y las desigualdades en las oportunidades que se proyectan en la vida social, por otra.
Dichas desigualdades se fundan en el consenso, a veces inconsciente, y a veces no, que existe en torno a la "natural" inferioridad de la mujer, y que se perpetúan a través de la cultura en sus dos nociones mencionadas, más concretamente a través de los "habitus" sociales de género: sistema de normas "profundamente interiorizadas, que no se expresan nunca total ni sistemáticamente" (Rodríguez Méndez, 2003: 145), y que son las que regulan el comportamiento, las actitudes, la forma de movernos, las posturas del cuerpo e, incluso la forma de utilizar el lenguaje en el mundo.
Entre las limitaciones impuestas durante siglos a las mujeres, las más persistentes son éstas, las que afectan a la esfera individual de "ser mujer en el mundo", es decir, a las posibilidades de la subjetividad femenina y a su proyección-identificación en la identidad social. El consenso social sobre la "consideración" de la mujer como persona y como categoría social dista mucho de estar, en todos los ámbitos, en condiciones de igualdad con los varones.
Todas las mujeres experimentamos la separación que existe entre las leyes y sus realizaciones sociales, entre las teorías y las prácticas que a nosotras se refieren. Como se afirma en un estudio de la Universidad de Sevilla "es preciso encontrar soluciones a la insuficiencia del igualitarismo abstracto"
Invisibilidad y silencio
La desigualdad invisible se trasmite sobre todo a través de la cultura y los medios de comunicación, es decir, a través de textos escritos y visuales, que constituyen y configuran nuestra forma de pensar y nuestro conocimiento del mundo pero, sobre todo, condicionan los modelos de identidad e identificación en los que podemos reconocernos.
Podemos resumir en una serie de puntos esta diferente colocación:
1. La cultura es una creación realizada casi exclusivamente por hombres, donde las aportaciones de las mujeres han sido excluidas u olvidadas. La única identidad posible es la masculina mientras que la femenina constituye sus márgenes, su revés, su deformación o su monstruosidad.
2. La cultura ha construido a las mujeres (sujetos históricos) como objeto de conocimiento, al mismo tiempo que les negaba la posibilidad de ser sujetos de conocimiento. Como sostiene Lola Luna (1996), la narración histórica ha sustituido las "voces" de las mujeres que en algún momento fueron protagonistas o intervinieron en ella.
Ese patrimonio cultural perdido es irrecuperable en muchos casos: las obras de mujeres que sabemos tuvieron influencia en la cultura de su tiempo y de las que sólo quedan los testimonios que los autores nos han trasmitido de ellas. Sabemos que, incluso en la Grecia clásica hubo mujeres destacadas como Hypatia de Alejandría, filósofa, matemática y astrónoma, de cuya obra sólo tenemos trascripciones. Tampoco sabemos nada de primera mano de Diotima, la maestra de Sócrates, sino lo que él mismo nos dice de ella en El banquete.
Si la cultura es, como dice Lotman, "memoria no hereditaria de la colectividad" (Lotman, 1987: 71), debemos concluir que dicha herencia es parcial. Por otra parte, la cuestión de la memoria-identidad es uno de los puntos fundamentales de la investigación feminista porque, como señala Annamaria Buttafuoco, nuestra identidad ha sido "constantemente definida por otros" y las mujeres "necesitan más que cualquier otro grupo construir una memoria que sirva de autorreconocimiento y valoración" (Butafuoco, 1990: 49).
3. La cultura ha creado a las mujeres como personajes, objetos de arte, pinturas, esculturas, comics, iconos publicitarios, constituyéndolas en objetos estéticos, mientras que, al mismo tiempo, les negaba la posibilidad de ser maestras, autoras, creadoras de estética.
4. Dona Haraway (2000) ha puesto de manifiesto en sus escritos que la cultura científica es masculina, no sólo porque ha excluido a las mujeres sino, sobre todo, porque se ha definido y fundado ignorándolas dentro de la especie humana. Lo mismo puede decirse de la cultura humanística.
5. La mujer dentro de la cultura se ha caracterizado por la invisibilidad y el silencio, su escritura se configura desde el principio como resistencia porque hasta nuestro siglo, incluso las autoras que aprueban y refuerzan los modelos patriarcales de referencia, son leídas y percibidas como una trasgresión a los límites del mundo femenino. Límites espaciales, sociales y culturales que aún no han desaparecido, porque en la jerarquía de los saberes (Foucault, 1972), que es la que establece de qué y de quién se puede hablar, los discursos de las mujeres ocupan los lugares periféricos, sometidos como están a un mecanismo de exclusión.
La violencia simbólica
Ésta se mueve en el territorio sutil de las relaciones afectivas, de las sugerencias, de las seducciones, de las amenazas, reproches, órdenes o llamamientos al orden, en el campo de lo personal, y en el silenciamiento y la exclusión de las obras, creaciones y logros de las mujeres en el campo de lo social y cultural.
La violencia simbólica se perpetua a través de la adhesión a un conocimiento, a un saber, a una lógica patriarcal: "cuando los dominados aplican a los que les dominan unos esquemas que son el producto de la dominación" (Bourdieu, 2000: 26).
Y es por eso que proponemos la "insumisión" a los modelos que nos oprimen, la práctica de la "sospecha" (Amorós, 1985), las lecturas no "autorizadas" o a contrapelo de los textos de nuestra cultura. Uno de los proyectos políticos de los postfeminismos es la deconstrucción de la cultura heredada, la des-identificación con respecto a los modelos de feminidad creados por nuestra cultura, y la creación de nuevos modelos. Si es verdad que las mujeres sueñan a través de los sueños de los hombres, se hace necesario un cambio de valores, un cambio en la conducta ética que genere nuevos valores estéticos que nos permitan soñar nuestros propios sueños.
Constatando la exclusión
Las mujeres que se acercan a la cultura, a los textos desde una posición androcéntrica sólo podrán reconocer y aceptar en ellos su propia sumisión y su propia exclusión.
En nuestra cultura la mujer ha sido pensada, categorizada, definida, "hablada", por un pensamiento construido exclusivamente por hombres que, al mismo tiempo que construían su identidad, relegaban lo femenino a lo "Otro", al silencio, a la naturaleza, a la materia, a la ambivalencia simbólica, al "lado de la opacidad" (Amoros, 1985: 25)
Dos definiciones de cultura nos interesan en especial modo: la primera es la que la define como "herencia", bien sea de objetos concretos (cultura material), bien sea de "ideas, procesos técnicos, costumbres y valores que se trasmiten socialmente" (Malinowski, 1970: 135). La segunda es la que define la cultura como mecanismo que determina modos de comportamiento. No podemos olvidar que, tanto esos saberes heredados, como esas reglas sociales están profundamente marcados por una concepción androcéntrica y patriarcal del mundo.
Transformar la arbitrariedad cultural en conciencia "lógica y natural" del estado de las cosas entre hombres y mujeres es una de las operaciones del patriarcado para perpetuar la subordinación de lo femenino y justificar la sumisión de la mujer. Esa arbitrariedad cultural determina cuál es la naturaleza y función de las mujeres independientemente del papel social que desempeñan, independientemente de sus derechos civiles y políticos.
Dicha arbitrariedad está marcada por la desigualdad con respecto a lo masculino y como sostienen Eva Giberti y Ana Fernández: "desigualdad-discriminación-violencia forman parte de un particular circuito de realimentación mutua que se despliega a través de la producción social de las diversas formas de aceptación que legitiman las desigualdades como práctica discriminatorias, y, a la vez, invisibilizan los violentamientos" (Giberti y Fernández, 1989: 17).
Igualitarismo abstracto
La igualdad de derechos y de deberes entre hombres y mujeres, sancionados por las constituciones vigentes, dejan casi inalteradas las desigualdades entre hombres y mujeres en la vida privada, por una parte, y las desigualdades en las oportunidades que se proyectan en la vida social, por otra.
Dichas desigualdades se fundan en el consenso, a veces inconsciente, y a veces no, que existe en torno a la "natural" inferioridad de la mujer, y que se perpetúan a través de la cultura en sus dos nociones mencionadas, más concretamente a través de los "habitus" sociales de género: sistema de normas "profundamente interiorizadas, que no se expresan nunca total ni sistemáticamente" (Rodríguez Méndez, 2003: 145), y que son las que regulan el comportamiento, las actitudes, la forma de movernos, las posturas del cuerpo e, incluso la forma de utilizar el lenguaje en el mundo.
Entre las limitaciones impuestas durante siglos a las mujeres, las más persistentes son éstas, las que afectan a la esfera individual de "ser mujer en el mundo", es decir, a las posibilidades de la subjetividad femenina y a su proyección-identificación en la identidad social. El consenso social sobre la "consideración" de la mujer como persona y como categoría social dista mucho de estar, en todos los ámbitos, en condiciones de igualdad con los varones.
Todas las mujeres experimentamos la separación que existe entre las leyes y sus realizaciones sociales, entre las teorías y las prácticas que a nosotras se refieren. Como se afirma en un estudio de la Universidad de Sevilla "es preciso encontrar soluciones a la insuficiencia del igualitarismo abstracto"
Invisibilidad y silencio
La desigualdad invisible se trasmite sobre todo a través de la cultura y los medios de comunicación, es decir, a través de textos escritos y visuales, que constituyen y configuran nuestra forma de pensar y nuestro conocimiento del mundo pero, sobre todo, condicionan los modelos de identidad e identificación en los que podemos reconocernos.
Podemos resumir en una serie de puntos esta diferente colocación:
1. La cultura es una creación realizada casi exclusivamente por hombres, donde las aportaciones de las mujeres han sido excluidas u olvidadas. La única identidad posible es la masculina mientras que la femenina constituye sus márgenes, su revés, su deformación o su monstruosidad.
2. La cultura ha construido a las mujeres (sujetos históricos) como objeto de conocimiento, al mismo tiempo que les negaba la posibilidad de ser sujetos de conocimiento. Como sostiene Lola Luna (1996), la narración histórica ha sustituido las "voces" de las mujeres que en algún momento fueron protagonistas o intervinieron en ella.
Ese patrimonio cultural perdido es irrecuperable en muchos casos: las obras de mujeres que sabemos tuvieron influencia en la cultura de su tiempo y de las que sólo quedan los testimonios que los autores nos han trasmitido de ellas. Sabemos que, incluso en la Grecia clásica hubo mujeres destacadas como Hypatia de Alejandría, filósofa, matemática y astrónoma, de cuya obra sólo tenemos trascripciones. Tampoco sabemos nada de primera mano de Diotima, la maestra de Sócrates, sino lo que él mismo nos dice de ella en El banquete.
Si la cultura es, como dice Lotman, "memoria no hereditaria de la colectividad" (Lotman, 1987: 71), debemos concluir que dicha herencia es parcial. Por otra parte, la cuestión de la memoria-identidad es uno de los puntos fundamentales de la investigación feminista porque, como señala Annamaria Buttafuoco, nuestra identidad ha sido "constantemente definida por otros" y las mujeres "necesitan más que cualquier otro grupo construir una memoria que sirva de autorreconocimiento y valoración" (Butafuoco, 1990: 49).
3. La cultura ha creado a las mujeres como personajes, objetos de arte, pinturas, esculturas, comics, iconos publicitarios, constituyéndolas en objetos estéticos, mientras que, al mismo tiempo, les negaba la posibilidad de ser maestras, autoras, creadoras de estética.
4. Dona Haraway (2000) ha puesto de manifiesto en sus escritos que la cultura científica es masculina, no sólo porque ha excluido a las mujeres sino, sobre todo, porque se ha definido y fundado ignorándolas dentro de la especie humana. Lo mismo puede decirse de la cultura humanística.
5. La mujer dentro de la cultura se ha caracterizado por la invisibilidad y el silencio, su escritura se configura desde el principio como resistencia porque hasta nuestro siglo, incluso las autoras que aprueban y refuerzan los modelos patriarcales de referencia, son leídas y percibidas como una trasgresión a los límites del mundo femenino. Límites espaciales, sociales y culturales que aún no han desaparecido, porque en la jerarquía de los saberes (Foucault, 1972), que es la que establece de qué y de quién se puede hablar, los discursos de las mujeres ocupan los lugares periféricos, sometidos como están a un mecanismo de exclusión.
La violencia simbólica
Ésta se mueve en el territorio sutil de las relaciones afectivas, de las sugerencias, de las seducciones, de las amenazas, reproches, órdenes o llamamientos al orden, en el campo de lo personal, y en el silenciamiento y la exclusión de las obras, creaciones y logros de las mujeres en el campo de lo social y cultural.
La violencia simbólica se perpetua a través de la adhesión a un conocimiento, a un saber, a una lógica patriarcal: "cuando los dominados aplican a los que les dominan unos esquemas que son el producto de la dominación" (Bourdieu, 2000: 26).
Y es por eso que proponemos la "insumisión" a los modelos que nos oprimen, la práctica de la "sospecha" (Amorós, 1985), las lecturas no "autorizadas" o a contrapelo de los textos de nuestra cultura. Uno de los proyectos políticos de los postfeminismos es la deconstrucción de la cultura heredada, la des-identificación con respecto a los modelos de feminidad creados por nuestra cultura, y la creación de nuevos modelos. Si es verdad que las mujeres sueñan a través de los sueños de los hombres, se hace necesario un cambio de valores, un cambio en la conducta ética que genere nuevos valores estéticos que nos permitan soñar nuestros propios sueños.
Constatando la exclusión
Las mujeres que se acercan a la cultura, a los textos desde una posición androcéntrica sólo podrán reconocer y aceptar en ellos su propia sumisión y su propia exclusión.
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