Publicado en El Litoral. "Opinión".
Lunes 05 de Diciembre de 2011.
De acuerdo con Carlos Eroles, “entendemos por discapacidad una situación de desventaja originada en causas físicas o psíquicas, que limitan el funcionamiento en sociedad de las personas”. Sin embargo, es sabido que estas circunstancias desfavorables pueden revertirse, total o parcialmente, si las personas con discapacidad pueden contar con los apoyos, médicos, psicológicos, culturales, comunicacionales y físicos necesarios para lograr una mejor calidad de vida y superar los obstáculos que impiden su desempeño adecuado en los servicios de salud, la educación, el transporte, el trabajo, el deporte, el arte o cualquier otro ámbito de realización humana.
Siendo de destacar que esta caracterización de la discapacidad evita hacer referencia a un presunto concepto de “normalidad psicofísica”, como lo hacen algunas normas legales argentinas (v.g., el art. 2 de la ley 9.325 de la provincia de Santa Fe). Correspondiendo cuestionarse esa idea de normalidad, porque es muy difícil de definir en el ámbito social y además no puede reducirse al campo de las diferencias existentes entre las personas “integradas” en la sociedad y las personas con discapacidad. Máxime si se admite que “la normalidad es expresión de una frecuencia estadística, por lo cual no puede entenderse como calificador ni como medida de valor” (Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke).
Por ello, corresponde adoptar la denominación “personas con discapacidad” (tal como lo hace la “Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad”, aprobada por ley 26.378), y rechazar, por inadecuado, llamarlas “personas con necesidades especiales” (o “con necesidades diferentes”) o “personas con capacidades diferentes” (o “con capacidades especiales”), expresiones que, además de que difícilmente resistirían una confrontación semántica, adolecen de una vaguedad absoluta, pues todo ser humano, y cualquiera que ellas sean, tiene “necesidades especiales” total o parcialmente “distintas” de los demás. V.g., la alimentación “especial” de la cual un bebé tiene “necesidad”, es “diferente” que la de un atleta. Siendo evidente que las “capacidades especiales” de Hitler y Gandhi, fueron muy “diferentes”.
Por lo tanto, “la discapacidad solamente puede ser hoy conceptualizada, de manera adecuada, desde el concepto de diversidad, entendido como el derecho de todos los seres humanos a ser reconocidos en su igualdad fundamental, que surge de su dignidad esencial, cualquiera sea su ideología, su origen étnico, su situación psicofísica, su género, su edad o su opción sexual. Es decir, de lo que se trata es de definir la discapacidad, no centrándose en las desventajas, sino en las posibilidades actuales y futuras de las personas que la afrontan, en cualquiera de sus perspectivas. Por ello, desde el punto de vista social y de Derechos Humanos, no importa tanto qué tipo de discapacidad se porta, sino la condición de persona igual en dignidad y derechos de todo discapacitado” (Eroles). Aunque con la siguiente precisión: es cierto que todas las personas cuentan con los mismos derechos existenciales básicos en sí mismos. Pero no lo es, y nos parece obvio, que las personas con discapacidad y aquellas otras que no se encuentren afectadas por una discapacidad tengan los “mismos” derechos. Por caso, un ciego no tiene derecho a obtener una licencia de conducir. Y un individuo que no esté afectado por una discapacidad motriz, no tiene derecho a adquirir un automóvil importado, libre de gravámenes de aduana, diseñado para poder ser conducido por quién si presente tal afección.
De igual modo, discutiendo los modelos lanzados por la Organización Mundial de la Salud en la década de 1970, resulta inconveniente aludir a las personas con discapacidad como “minusválidos”, dado que este término fue acuñado históricamente desde el mercado y es desde allí que se considera inválidas o minusválidas a las personas con discapacidad, es decir, se les asigna un menor valor para el desarrollo de actividades productivas. Entre muchos otros, el físico y matemático Steven Hawkins desmintió acabadamente a esta idea mercantilista.
Por ello, esta denominación (minusválidos) -más allá de sus buenas intenciones, empleada en el “Protocolo de San Salvador” (arts. 6, 2.; 13, 3. e. y 18)- debería ser erradicada del lenguaje jurídico, al igual que algunas otras expresiones poco felices (v.g., la “Convención Sobre los Derechos del Niño” alude al “niño mental o físicamente impedido”), sino arcaicas y propiamente discriminatorias (v,g., resulta patético que, aún hoy, el “Reglamento General de Escuelas Primarias” de nuestra provincia aluda a las “Escuelas Especiales para Infradotados Psíquicos”). Siendo que tampoco resulta agradable que la Constitución local diga que “La Provincia presta particular atención a la educación diferencial de los atípicos” (art. 133).
En fin, si se trata de promover la igualdad jurídica y social de las personas con discapacidad y de evitar su discriminación, creemos que es prudente comenzar esta labor desde las mismas palabras que se empleen, atendiendo a la diversidad y no a conceptos o términos esterotipados, inadecuados o imprecisos.
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