Durante
décadas, desde 1958, no sólo escribí Escuela para Padres en un diario
vespertino, hice miles de reuniones en mi país y en otros
latinoamericanos con padres y madres hablando de la educación de los
hijos. Fundé esa Escuela en el Hospital de Niños, previamente en mi
consultorio, y por fin dependiente del decanato de la Facultad de
Medicina. Página/12 la reprodujo en 20 capítulos editados en 1999, con
singular éxito.
El libro, tres tomos, producido con los artículos semanales de aquel periódico, vendió 30 ediciones en Argentina.
El fenómeno duró desde fines de la década del 50 hasta fines del los
’70. En aquellos tiempos me inauguré en las listas negras religiosas
porque el arzobispado de una provincia prohibió los libros por atentar
contra las pautas de la familia cristiana: estaba dedicado a oponerse al
autoritarismo en las familias y en las escuelas.
Cuando llegó el terrorismo de Estado las Fuerzas Armadas allanaron
el Hospital de Niños, con tiradores apostados en los techos de las
vecindades y uniformados revisando las salas del hospital, de y con
niños y niñas, hasta apropiarse del fichero de la Escuela para Padres
con los nombres de sus asistentes. Se llevaron la máquina de escribir y
todo cuanto pudieron. No me encontraron porque ese día no había clases.
No se pudo continuar en el hospital y durante breve tiempo mantuve
grupos con madres. Después formé parte de las otras listas negras que en
el 2013 se conmemoraron.
Eramos varios los docentes, pediatras, psicólogos, trabajadores
sociales, odontólogos, sociólogos y psicoanalistas. Durante 18 años, fui
la representante de la Fédèration International des Ecoles des Parents
(Francia) y referente para el Cono Sur.
Miles de madres y padres a los que escuché me autorizan a contar qué
sucedía con ellos en aquella época. ¿Por qué no se me ocurre repetir
aquel modelo en la actualidad, no obstante los pedidos?
No era difícil compaginar esa conducción porque existía un público
decidido a ocuparse de la educación de sus hijos. Había otra realidad:
precisaban asistir a esas reuniones para contar qué les había sucedido a
ellos siendo niños y niñas. Y dado que yo había comenzado la
divulgación del psicoanálisis en los medios de comunicación (Plotkin
–investigador– lo cuenta muy bien en su libro, originalmente en inglés,
Psicoanálisis en las Pampas), estos padres que se suponían neuróticos
“por culpa de sus padres” estaban dispuestos a acatar las
recomendaciones y críticas que les llegaban desde quienes conjeturaban
que sabíamos algunas cosas. (El éxito produce rarezas: hace algún tiempo
apareció una señora con profesión que dice ser creadora de escuela para
padres de Argentina (¿?!), y así se presenta donde la invitan además de
dictar cursos. El error (¿??) por su parte es persistente.)
Los párrafos anteriores eran necesarios para introducir una
actualización: las consultas de jóvenes madres actuales, muy distantes
psicológicamente de las que poblaban Escuela para Padres de los años ’60
a ’80 y las de la década del 90 comprando los opúsculos de Página/12.
Las actuales, con hijos bebés, niños de tres o cuatro años, aparecen
desconcertadas, por momentos como si estuvieran arrinconadas por los
chicos. Hablo de las que están consultando, muy diferente de los sustos,
rabietas y desafueros de las madres de años anteriores. Lo que
encuentro ahora es una singular relación con el tiempo cronológico. Son
madres sin tiempo para sentirse madres. Quiero decir, no sólo no
disponen de tiempo para estar-estando con sus hijos porque trabajan y
estudian, tampoco se encuentran cómodas con lo que les ocurre; las
madres de décadas anteriores también trabajaban y estudiaban, pero se
registraba una clara convicción de estar siendo una mamá.
A esta altura debo aclarar: esta que describo es una circunstancia
que encuentro en clases medias altas y clases altas. No en las madres
cartoneras ni en las madres de las zonas inundadas del conurbano, donde
dialogamos en otros términos y la “falta de tiempo” es crónica.
“Yo lo veo en terapia...”
La vivencia que las incomoda, como si algo les faltara en la
relación con sus hijos, parecería estar asociada con un hecho común.
Madre y padre trabajan, niños en la guardería desde la mañana hasta las
16 o 17. A esa hora los padres los retiran y los regresan a casa.
Pero... hay días en los que la madre concurre a sus clases de inglés,
otros días al gimnasio y se ausenta. El bebé, a cargo de una abuela o de
una empleada de servicio doméstico, sin razones para sospechar que
estará mal cuidado. El padre puede tener otras ocupaciones posteriores a
su trabajo diario.
Impresiona como si, cuando estas madres retornan y toman contacto
con sus hijos, se encontraran con un desconocido. Ellas dicen “yo lo
extraño durante el día”. Sucede que la criatura es un extraño para ellas
porque el contacto diario les resulta escaso. Y sentirse distante del
hijo bebé o del niño pequeño genera un particular malestar, máxime si
ellas han aprendido que la maternidad tiene determinadas obligaciones de
presencia cotidiana. La primera respuesta materna es: “Yo lo veo en
terapia, pero no lo resuelvo...” Entonces, había que sumar el horario de
psicoterapia como ausencia. Cualquier improvisado podría interpretar:
se siente con culpa, simplificando el proceso de manera lineal: madre
poco tiempo presente luego madre culpable.
La confusión parte de la idea occidental que tenemos acerca del
tiempo. La palabra tiempo abarca dimensiones que no se pueden reducir a
ménsula horaria. Existe aquello que se llama disponibilidad, ajena a las
concepciones morales y normativas de la época y de los cánones
psicoterapéuticos, o sea, el marco teórico donde la instalamos.
La disponibilidad está conformada por momentos y no cae dentro de
los límites horarios y de los parámetros de las exigencias, y esos
momentos se tornan consistentes cuando se aceptan como están siendo y no
cuando se toma la iniciativa de dirigirlos, cercarlos con obligaciones y
proyectos de futuro: “Cuando vuelvo a casa y baño al nene y lo cambio y
le doy de comer y le leo algo y le enciendo un ratito la tele y lo
duermo...”, es decir, allí no hay un solo momento ni mucho menos
disponibilidad. Hay proyecto mecanicista siguiendo las instrucciones de
alguna publicación especializada.
No hay disponibilidad, sino un sujeto sujetado a quien le han dicho cómo debe ser una madre.
Los chicos tienen derecho para llorar
Dicho sea de paso, realmente los adultos le llevan poco el apunte a
los bebés y a los chicos. No es sencillo explicar que la disponibilidad
compagina momentos del escuchar las “bobadas” que los chicos dicen,
mucho más inquietantes que las bobadas que podemos introducir los
adultos cuando pretendemos enseñarles cosas.
Aprisionada por las leyes horarias de los trabajos, las guarderías,
jardines de infantes y el comienzo de los programas de tevé, todo
atorado con las compras y los turnos de los pediatras, además de los
logros personales de estudios, gimnasios y terapias, coronado por
algunas preparaciones culinarias de emergencia, la disponibilidad queda
entrampada por los ciclos de cada una de estas actividades.
Es la dimensión flotante, la que se adecua a los diversos momentos
que son intensivos a diferencia del tiempo cronológico que es extensivo y
les devora la disponibilidad, cuyo grado de libertad no se reduce a
mirar la hora para “llegar a tiempo”. La disponibilidad es un estado de
ánimo que se les encoge a estas madres alteradas por no saber cómo
“manejar” a los más chiquitos a los que empiezan por tolerarles todo,
que no equivale a comprenderlos. Si lloran, se desesperan e intentan que
no llore. Un chico es un ser con permiso para llorar y matar de
irritación a quien lo escucha si carece de disponibilidad para entender
el momento, que es el de llorar, así como el de retobarse y no obedecer.
Porque hay tiempos para llorar y para reír, el Antiguo Testamento dijo
algo parecido antes que yo; y de la disponibilidad Confucio sabía un
montón, también los taoístas.
Como dice François Julien, la disponibilidad no es una categoría
moral ni psicológica, por eso se nos escapa; nos “sabríamos” de un modo
distinto del conocimiento.
Mal podríamos encarar una Escuela para Padres siguiendo el modelo de
los hijos y los padres de los años ’60 a los ’80. Todos leyeron
psicología y psicoanálisis y tienen la medida de sus efectos, diferentes
para cada familia. Han visto cine y tevé hasta el cansancio y conocen
de educación de los hijos y de los conflictos y de las nuevas técnicas
reproductivas y de los cuerpos artificiales y de las sustancias que se
consumen, de la tecnología y de las habilidades del Dr. Google para
responder cualquier duda.
Si todavía pueden aprender por qué conviene retirar el chupete
alrededor del año de vida, si el bebé inicialmente lo admitió, y
agradecen la explicación, lo que se encuentra en estas madres no alcanza
los lugares del saber sino del modo de estar siendo mujeres sin
renunciamientos innecesarios y obedientes y, al mismo tiempo, adecuarse a
la situación en el momento en que se está viviendo, en lugar de
planificar milimétricamente un futuro cuya certeza es inexistente.
Es la apertura continua a lo que ocurre y allí está el hijo que es
un ocurrir continuo en espera de disponibilidad, no dentro del atropello
de los tiempos horarios, sino en la escucha de sus manos y sus miradas
cuando se encuentran o se extrañan en cada momento. Lo cual tiene poco
que ver con la educación de los hijos, sino con la apertura de la
escucha de estas jóvenes madres crispadas y frustradas por el
cumplimiento del deber.
Publicado en Página/12
06/02/2014
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