Por Eva Giberti
Desde una cercanía ficticia, que puede solventarse
desde un escenario o desde una mesa a la misma altura del público, hoy
en día los y las conferencistas circulamos replicando la añeja tradición
medieval de la cátedra. Es interesante tener en cuenta cuándo apareció
la idea de dar una “charla” en lugar de solicitar una conferencia.
Parecería que solicitar “una conferencia” constituyese una exigencia y,
además, es obvio que debe proponer sus honorarios. No es obvio, pero
sería conveniente que así se aprendiera.
La “charla” impresiona como de entrecasa, como si quien la dicta no
aportase todos sus conocimientos sino “un poquito”, algo doméstico, como
de sobremesa.
Se descuenta que sin honorarios. Imaginando que quien diserta no
tuviera que prepararla; se diferencia del conferenciar porque se estima
que éste reclama importantes conceptualizaciones.
Habermas y otros se ocuparon de estudiar la historia de los públicos
porque era útil para revelar costumbres de las épocas. La experiencia
personal enseña que cada vez que una se enfrenta con el público de un
ámbito urbano, o de un cordón suburbano o comparte una agrupación
tribal, si calcula que quienes asisten sólo pretenden escuchar, se
equivoca; lo que estos públicos invitados esperan es que los acompañemos
a pronunciar las palabras que coyunturalmente nos han cedido, como un
hecho político.
Pero no todos los públicos saben que protagonizan un hecho político.
Se lo reconoció de ese modo cuando desde los estertores del terrorismo
de Estado pudo rehabilitarse la palabra y la gente, aún temerosa,
comenzó a juntarse para contarse y contar lo sucedido. Y aunque la
palabra “participación” se instaló en el horizonte, todavía estaba tibia
y conversada por una minoría esclarecida.
Hoy en día también se asiste a estos encuentros para aprender acerca
de algunos temas. Pero actualmente el público está formado por sujetos
políticos con derechos, cuyas preguntas pretenden abrir un poco más el
campo del conocimiento, además dar testimonio de su existencia.
Entonces se trata de pensar si a estos públicos se los invita para
que escuchen una charla o una conferencia, aunque finalmente quien
expone no diferencie el calibre entre una y otra. La charla parece
democratizar entre quien expone y el público: como si dijera “somos
iguales y vamos a charlar”. Lo cual es excelente. Entonces, ¿la
conferencia? ¿Para la universidad? No, evidentemente no. Puede haber
conferencias magistrales sin preguntas a posteriori o acompañada por
preguntas finales, según el estilo de quien expone. Pero parecería que
en la conferencia la categoría del conocimiento se modificase,
refinándose.
Resulta interesante analizar a estos públicos que no necesariamente
disciernen si asisten a una charla o a una conferencia. El problema lo
tiene quien expone, que debe saber hasta dónde va a avanzar en cada
circunstancia; si se referirá a una cuidadosa bibliografía o si en una
charla repetirá alguna idea célebre de memoria.
Cada oyente lleva consigo no sólo el interés por la escucha, sino su
historia personal, los datos de su entorno, su propia filosofía y
actualmente la pretensión y convicción política de participar. Este
último punto es nuevo, porque si bien en décadas anteriores se
participaba, no necesariamente había conciencia de participación como
instancia política. Se pedía la palabra, se hablaba, se le respondía o
preguntaba al orador, pero la conceptualización de participación pública
como icono del hacer política no resultaba evidente.
En la década del ’60, cuando planteábamos la educación de los hijos
en Escuela para Padres, los asistentes concurrían en clima de lealtad
agradecida por lo que se exponía: no se asumía que hablar de la
educación de los hijos era hablar de política.
El público actual sabe que siempre está hablando de política. Lo
sabe aunque no tenga conocimiento de ello. Es el saber que no precisa
del conocimiento para ser saber. Es el papel activo de los sujetos
sociales en la política y en la historia como lo pretendía Gramsci,
cuando se juega la libertad del pensamiento y la palabra frente a las
democracias liberales que implementaban sujetos a-políticos.
Las preguntas del público actual, a veces dubitativas por el temor
de transmitir intimidades si se mencionan temas sexuales, se formulan
sin embargo, necesitadas de la escucha. O bien puede ser la narración de
una injusticia inadmisible o la denuncia de una arbitrariedad
existente. Y no se asemeja a las asambleas barriales del año 2002.
El fenómeno, que aún no es la emancipación gramsciana, es político
en el compartir con los otros invitados y no sólo con quien dicta
conferencia o “charla”. Aun llamándola “charla”, el público le atribuye
la autoridad de la cátedra, cuando en realidad son ellos los
protagonistas de la participación política, inclusive cuando desatan la
necesidad de “dar testimonio”.
Se escuchan y se agrupan reconociendo el liderazgo de quien expone
sin subordinarse obligatoriamente hacia él o ella. Es preferible que
quien expone se desmonte de la cátedra para comprometerse con la
responsabilidad de estar acuñando, en conjunto, un fenómeno político
propio de estos tiempos.
Para quienes tenemos muchos años de vida dictando charlas y
conferencias, el registro del cambio es notorio, si bien al público le
parece normal proceder como lo hacen. Es normal ahora y nuevo,
diferencia que podemos evaluar quienes venimos hablándole al público
hace cincuenta años.
“Bueno, pero todo cambia... No hay razón para asombrarse... “Pero sí
hay razón para mencionarlo porque los públicos anteriores, habituales
en aquellas épocas, eran la contraparte de varios de los actuales
públicos y forman parte de la historia de la globalización y de la
emergencia del subdesarrollo. Aquellas eran épocas donde todavía no se
reconocían los públicos que eran ajenos a las democracias
noroccidentales, los que tienen sus propias culturas, campesinas,
tribales, transgéneros, villeros, adolescentes, marginales, y que están
prescriptos en tanto no comparten los manuales de urbanidad que los
convierta en públicos prolijos. Tienen su propio estilo de aprendizaje y
de docencia, su propio decir y su escucha. Crean su participación
política como efecto de su existencia e ignoran –no quieren saber– que
algunos sectores esperan de ellos un acomodamiento disciplinado y el
aprendizaje del papel como público según el diccionario, siendo
espectadores. Que como tal son participantes de hecho y no de derecho.
Porque el participante en ejercicio de derechos es aquel que interviene,
actúa y alterna, a veces sustituye el discurso por la intervención.
Hasta que logra acoplar discursos e intervenciones y tienen éxito, para
sobresalto de quienes charlaban o conferenciaban acerca de ellos cuando
eran los públicos ajenos a las democracias noroccidentales, algunos de
ellos congelados por los derechos humanos a los que hubo de calentar
impulsando intervenciones.
*Publicado el día sábado 27 de Septiembre en el diario Página/12
No hay comentarios:
Publicar un comentario