Por Eva Giberti
Las
consultas por diferencias entre los miembros de las parejas tenían, hace
años, coincidencias notables. O bien querían separarse y antes de
hacerlo se prestaban a una terapia de pareja; o bien temían separarse y
se trataba de encontrar un camino juntos para salvar diferencias muy
sensibles entre sus miembros. Con mayores y menores matices éstos eran
los comunes denominadores que se encontraban. Hace algunos años apareció
un fenómeno particular. Durante la consulta cualquiera de ellos
introduce una expresión absolutamente nueva: ella puede acusarlo a él
por ejercer “violencia de género” o bien él puede enfurecerse desde el
comienzo del diálogo porque es acusado por “violencia de género”. “¡Yo
jamás le he puesto un dedo encima, jamás la he empujado ni he sido
violento!”
La respuesta llega muy rápido: “Sí, pero me escondés el dinero que
ganás, nunca sé cuánto estás cobrando, cuánta plata recibís por mes y
siempre me decís que gasto demasiado y que no te alcanza y yo no te
creo...”
La intervención masculina no tarda en surgir: “Pero qué tiene que
ver con la violencia... La violencia es de ella porque me hace la vida
imposible con sus reclamos...”
Y ella no tarda en retrucar: “Porque me quitás mis posibilidades de
tener cosas que preciso comprar, porque estoy estudiando y necesito
libros...”
El diálogo puede continuar interminablemente si no se disciernen los equívocos entre los antagonistas.
En primer lugar, el fenómeno cultural es notable: el modo en que se
popularizó una expresión –“violencia de género”–, a punto de haberse
impuesto como una expresión nacional ajena a su significado real,
advierte acerca del éxito de determinadas expresiones que impregnan la
escucha y se instalan con fuerza semántica. En segundo lugar, el género
se reparte entre hombres, mujeres y personas trans, de manera que hay
violencias entre hombres, entre mujeres, entre personas trans y
violencias alternadas entre unos y otras.
El género es el plano abarcativo que se malinterpreta para no
reconocer que estamos hablando de violencia contra la mujer, que excede
los golpes para cubrir el ámbito de la ley 26.485 que desborda los
golpes para introducirse en la violencia obstétrica, económica,
simbólica y otras formas de ataque a las mujeres.
Ya sabemos que el lenguaje es tramposo y patriarcal, de manera que
existe una profunda resistencia para hablar de violencia contra las
mujeres. El punto de inflexión se establece cuando los varones se
enfurecen por ser acusados de ejercer violencia “si no golpeo, si no
pego, luego no soy violento...”
Este malentendido aparece en las consultas con una frecuencia muy
interesante desde la perspectiva de las intervenciones con parejas
porque el desentendimiento se enfatiza a partir de la índole de
acusaciones que se intercambian. La expresión “violencia de género” se
transformó en un obstáculo epistemológico para enturbiar los
desentendimientos entre dos personas que tienen motivos serios para
diferenciarse y aun para atacarse, y la discusión se desplaza sobre la
expresión “violencia de género”.
Es muy poco probable que un hombre se asuma como violento si se
niega a compartir sus ingresos con su compañera. En décadas anteriores
ella me hubiera dicho: “Es avaro, es amarrete, yo sé que gana bien y me
limita aquello que debería darme...” Ahora introduce la versión que
menciona la violencia de género e irrumpe con una acusación que paraliza
al varón, quien se siente injustamente interpelado. Porque no conoce la
ley.
Si han decidido separarse y eligieron utilizar el mismo abogado para
ahorrarse trámites y porque hay acuerdos de base para un divorcio
pacífico, es frecuente que la terapeuta, por pedido de las partes, hable
con ese abogado. También allí se encuentra con el desconocimiento de lo
que significa violencia de género en una pareja donde hay dos géneros
en juego pero resulta complejo referirse a violencia hacia las mujeres.
La expresión “violencia de género”, una simplificación de las
diversas formas de violencia que se ejerce contra las mujeres, irrumpe
en las crisis matrimoniales como un argumento nuevo en cuanto a su
aplicación doméstica y su sola mención en una entrevista para una
terapia de pareja o en una consulta deriva en una encendida polémica
propia del malentendido que continúa corriendo en los laberintos
conyugales.
Es suficiente con que la mujer la mencione para que se produzca la
cerrada oposición por parte del varón, que insiste en no ser un sujeto
violento, asociando violencia con golpes o ataques físicos. En cambio,
logra aceptarlo si la mujer intercala la expresión: “Me insulta
permanentemente”, como un ejercicio aceptado por el varón con un
argumento que deriva de una cotidianidad habitual: “Bueno, pero son las
peleas en la pareja... Yo no hago más que decirle las cosas que
normalmente se dicen cuando uno se enoja, o se enfurece... pero no me va
a decir que eso es violencia de género, no me va a denunciar por dos o
tres palabrotas que son cosas de todos los días... tampoco hay que
exagerar, no es motivo para una separación”. Sí, pero es motivo para
sostener la acusación de violencia contra la mujer.
El dato significativo que parecería interesante subrayar es la
novedad semántica que lleva años inserta en el país, mediante la cual,
en las entrevistas con parejas desavenidas, es preciso deslindar los
matices y reconstruir las recíprocas acusaciones para entender por dónde
atraviesa el corte –que puede ser coyuntural y superable– entre un
hombre y una mujer que hablan distintos idiomas sin imaginárselo.
Ella, que elige mencionar la violencia de género cuando quiere decir
violencia contra la mujer y de ese modo se descoloca incluyéndose en
una generalidad que excede su intención; y el varón, que no ha logrado
entender qué se entiende hoy por violencia y le parece que los insultos,
por tomar un ejemplo, forman parte de la cotidianidad y de la
convivencia sin admitir que es motivo para ser sancionado.
La técnica de entrevista con parejas –una tradición en las
intervenciones psicológicas cualquiera sea la corriente teórica–
registra en sus prácticas las modificaciones de las subjetividades de la
población acordes con los giros idiomáticos y su aplicación en las
variadas oportunidades de cada día.
En este modelo, es la aparición de la furia del varón cuando lo
acusan de violencia de género sin ser golpeador, y la indignación de
ella porque habiéndose ganado el espacio para el reconocimiento de las
formas de violencia contra la mujer, “es como si no se dieran cuenta de
que son violentos...” Es un aprendizaje largo y denso para el género
masculino. También hay que preguntarse por qué las mujeres no llaman por
su nombre a la violencia contra las mujeres y adhieren a la filiación
“violencia de género” que es una nueva trampa de los patriarcados para
silenciar a quien ocupa el lugar de la agredida.
*Publicado en el diario Página/12 el día 5 de febrero de 2015.
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