Por Eva Giberti*
**Cuando es necesario aludir o mencionar
a gente de la tercera edad, los viejos y las viejas, una singular tendencia
determina que tanto en los medios de comunicación como en expresiones barriales
sean denominados “abuelos”. Si se trata de un accidente, un automóvil atropelló
a una abuela y si se describe un asalto “los abuelos fueron maniatados...” Pero
sucede que estos “abuelos” jamás lo fueron: no existen tales nietos y en
oportunidades, tampoco hijos. No obstante, cualquier comentario del diario
vivir nos introduce al dulce nombre de abuelo como identidad asignada.
La
abuelidad adquirió su vigencia merced a Perrault que diseñó una abuela
solitaria, viviendo en una casita dentro de un bosque umbrío (por eso tenía las
ventanas abiertas), y a merced de un lobo, animal que reiteradamente Animal
Planet se empeña en mostrarnos con perfiles perrunos y convivenciales. En el
cuento para niños ella es deglutida por la bestia (que recordemos no la mastica
porque cuando, al final, el cazador abre la panza del cuadrúpedo la rescata
entera y sin digerir –en la versión de los hermanos Grimm–). Es una abuela que
atravesó los avatares de quien es tragado para luego exponerse a un rescate por
el coraje de un cazador que, escopeta al hombro y cuchillo de carnicero para
abrir panzas mediante, salvará la vida de la niña y de la abuela.
¿La
abuela sabría que su nietecita la visitaría? Esa es una pregunta que suelen
hacerse las abuelas a menudo, pensando en hijos y nietos. Las abuelas de
verdad, porque las otras y los otros llamados abuelos sin serlo saben que no
habrá ni hijos ni nietos, aunque la sonrisa almibarada de algunas sociedades
los bautiza con la prepotencia semántica de quien se siente dueño del idioma.
“Pero
Eva... Esa crítica es una exageración... Se los llama de ese modo porque es
cariñoso, para hacerlos sentir acompañados, considerados... ¿qué importa si son
abuelos de verdad?”
Por
cierto, la verdad no es lo que más interesa ni averiguar cómo les resulta
escuchar que se los llama “abuelos” a quienes no lo son. Identidad impuesta que
al mismo tiempo crea una esencia, la abuelidad, en tiempos en los que las
esencias se diluyen y las identidades se modifican de acuerdo a la voluntad de
quien las transporta según los ritmos propios de la Modernidad tardía.
Identidad
que en este caso excluye a los otros, a los viejos y viejas que no son abuelos,
para colocarles en el oído la sonoridad de aquello que no les pertenece. Como
toda identidad fulgurante (ésta es una de ellas por el modo y la oportunidad en
la que se la utiliza) sirve para excluir a los otros, a los que no tuvieron ni
tienen los nietos que la identidad impone.
Se
adjudica y asigna esta abuelidad para dejar sentado que esos sujetos alguna vez
han engendrado, han sido productivos; si se los menciona como ancianos, alguien
puede darse cuenta de que no son sujetos que el mercado considere valiosos en
cuanto a su capacidad productiva.
Otra
historia y otro cantar con los viejos sabios de la tribu que aconsejaban a las
nuevas generaciones sentados alrededor del fuego doméstico y que se
consideraban modelos o ejemplos respetables; menos aun con el viejo Vizcacha,
personaje poético y decidor de verdades: ahora es distinto. Tan distinto que
resulta necesario –para todos los de la tercera edad– crearles una identidad
“cariñosa” de modo que no aparezcan como sujetos solitarios, que apenas pueden
caminar para salir de compras, que titubean con sus recuerdos o lo que es peor
los usan para compararlos con la vida actual. ¿Ir de compras? Este es otro
capítulo porque, como a la abuela de Caperucita, hay que surtirlos porque
podrían perderse en el bosque (hoy en las avenidas) buscando el camino del
supermercado.
Con
cierta frecuencia la comunidad semantiza haciendo trampas, cuando algo inquieta
su “buena conciencia”; por eso siempre la prostitución es “infantil” en lugar
de hablar de niñas victimizadas por los adultos, el abuso sexual contra los
niños también es caracterizado como infantil para disimular el delito parental
y también los padres adoptantes, no son noble y sinceramente adoptantes, sino
“padres del corazón”. La cuestión de fondo reside en enmascarar aquello que los
hechos transparentan y empinan cuando quedan a la vista. Entonces se otorgan
identidades que se organizan en cartografías que provean seguridad a quien se
puede sentir sacudido por las palabras que aportan certezas quizás
insoportables.
Las
identidades, cada vez más cambiantes, avanzan en su movilidad a pesar de los
intentos de buscar identidades fijas: “abuelo” es identidad fija desde tiempos
bíblicos y ha sido elegida como garantía de permanencia.
Todavía
sucede de este modo en épocas en las que la juventud, endiosada, constituye el
paradigma de todas las esperanzas pero arrasa con la esperanza de aquellos que
no esperan ver crecer a sus nietos. Pero a ellos también los bautizan mediante
el rito de la palabra que pretende dulcificar aquello que el cuento había
resuelto: el lobo se comió a la abuela pero se disfrazó de abuela para
confundir a la niña. La tesis es impecable: hay que disfrazarse de abuela para
esconder los hechos. Entonces llamemos “Abuelos” a todas esas personas que son
ancianos, viejos, personas “mayores”, gente de la tercera edad.
Existen
personas solteras, viudas, pero ¿cuál es el estatuto de quien es gente de la tercera
edad y no tiene nietos? Parecería que el problema mayor reside en exceder los
sesenta años ya que según la directora gerente del FMI, Cristina Lagarde, se
corre el “riesgo de que la gente viva más de lo esperado” o sea “el “riesgo de
la longevidad” sobre las finanzas públicas (abril 2012). Como sabemos, cuando
se vive más de lo esperado el Estado debe comprometer los fondos públicos(!?)
para jubilarlos... lo cual significa un alto costo nacional(!?).
Entonces,
para ser cariñosos, por lo menos, concedámosles el título de Abuelos a todos,
con o sin nietos, sin diferencias odiosas, sin advertir que la abuela vivía
sola en una casita dentro de un bosque umbrío, con las ventanas abiertas y la
puerta sin cerrojo, esperando que le llevasen algo para comer, enferma en la
cama y a merced de un animal hambriento. Nunca sabremos si el lobo se la comió
con el camisón y la cofia –según los dibujos que ilustran el cuento– o si la
desvistió primero, para preservar la ropa del posterior disfraz. Pero que el
disfraz del lobo, así como su diálogo con Caperucita intentando hacerse pasar
por una abuela, constituyen una clave del cuento, no caben dudas. De eso se
trata: hacerse pasar por abuela/abuelo mediante el disfraz que la palabra
“abuelo” aporta. Pero dejémoslo claro: así puede suceder cuando se llega a
viejo, o sea, cuando se vive más de lo esperable.
*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
**Nota Publicada en Página/12 el 20 de Abril del 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario