Publicado en Página/12. "Contratapa".
Lunes, 13 de Agosto de 2012.
Por Juan Sasturain
Con motivo de la celebración, ayer, del funcional Día del Niño, tuve que escribir algo al respecto. Sobre el fin de la infancia personal, más precisamente: cuándo y cómo, a través de qué suceso o detalle había detectado la despedida del niño que había en mí. Y al hacer el ejercicio de recorrido por esos años de transición no sólo me acordé de mí y de mis hijos –que ya no son pibes, tampoco– sino también de mi vieja. Obviedades, supongo. Pero es que recordé algo extraordinario.
Fue así: a los ochenta y pico, cuando vivía sola, viuda desde hacía una década, y trataba de adaptarse a las nuevas costumbres, las novedades culturales y tecnológicas, mi mamá me dijo –a propósito de no sé qué y en tono de serena disculpa– una cosa extraordinaria: “Juancito (sic), tené en cuenta que yo todavía soy vieja”. Qué grande.
Esa señora mayor, mi mamá, en algún momento había empezado a considerar la posibilidad de poner en cuestión e incluso desprenderse de los saberes y valores con los que había madurado y había terminado cristalizando en lo que sentía que era: literalmente, una vieja. Y es por eso –ahí lo maravilloso– que asumía ese estado como transitorio, incluso reversible: “todavía” lo era. Qué grande, mi vieja, otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario