ALLANARON LA ISLA DEL TIGRE QUE ERA PROPIEDAD DEL ARZOBISPADO DE BUENOS AIRES DONDE LA MARINA LLEVO A LOS SECUESTRADOS DE LA ESMA EN 1979. Como si los años no hubieran pasado, los sobrevivientes reconocieron muebles, una cocina y un pequeño cuarto debajo de una de las casas, donde los desaparecidos estuvieron encerrados durante más de un mes. El lugar fue vendido en 1979 por la Iglesia a los represores de la ESMA, que firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus secuestrados.
Publicado en Página/12. "Sociedad".
16.06.2013
“El lugar está como estaba, lo único diferente es la vegetación que ahora ocupa una gran parte. Las casas están muy deterioradas porque no se les hizo nada. Lo que desapareció fue el muelle, no está. Quedan los restos. Pero la sensación es terrible, es como entrar a la ESMA.” Carlos Lordkipanidse es uno de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada que volvió a El Silencio. La isla del Arzobispado de Buenos Aires donde los marinos montaron un centro clandestino en 1979 para esconder a los prisioneros durante la inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de ser allanado, por primera vez, por la Justicia. El juzgado de Sergio Torres impulsó la medida pedida por los sobrevivientes. Todos los que estuvieron ahí salieron conmocionados porque la isla permanece igual a como era, congelada en el tiempo. Encontraron objetos que los sobrevivientes mencionaron durante treinta y cuatro años: una cocina económica de hierro que ahora está tirada en una habitación; la piedra de afilar con la que los obligaban a pulir los machetes para cortar los árboles; muebles y hasta el chasis de un buggy con el que las guardias controlaron la seguridad.
Víctor Basterra dijo en su última declaración del juicio oral que jamás había vuelto a la isla. Estuvo más de treinta días encerrado en una celda de cemento diminuta, armada abajo de palotes de lo que es “la casa chica”, una de las dos construcciones. En ese encierro y sobre el piso que aún tiene el barro húmedo, permanecieron los “capuchas”, un grupo de unos quince prisioneros. Uno de sus compañeros el jueves lo vio abrir la puerta de ese sótano y transportarse en el tiempo. “Me pregunto cuál era el objetivo de estos tipos, de escatimarnos la mirada, de disciplinar, de provocar dolor, ¿habrán encontrado cierto placer en hacer daño? –dice– En habernos metido en un lugar como ese que es realmente una cueva un mes y algo. Amontonados unos al lado de otro, los guardias no querían entrar por el olor espantoso de los cuerpos, de las enfermedades. Estábamos descompuestos, no teníamos agua potable. Los guardias abrían la puerta, miraban y se iban medio tapándose la nariz, o entraban con una pistola, decían alguna cosa y gatillaban en seco y nosotros estábamos todos ahí, esposados, con capucha, débiles. Estuvimos mejor comidos gracias a que dos compañeras (Blanca García Alonso de Firpo) y la tía Thelma (Jara de Cabezas) cocinaron unos churrascos hermosos. A mí después de eso me agarró una crisis porque cuando regresamos a la ESMA nos siguieron dando lo de antes, que era el ‘bife naval’, que no tenía olor a nada, no tenía gusto a nada y en mis delirios se me ocurrió que podía ser carne de compañeros, una de las locuras que producía esa situación de miseria.”
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