**Ella: “Sabés muy bien que estoy estudiando,
no te hagas el boludo…” Frase que desató la furia del marido: “¡Siempre me
insulta!” Ella: “No es un insulto. Es una frase común.” El: También el nene me
llama boludo porque vos le das el ejemplo…”
El diálogo, con tonos subidos, lograba la
vigencia de una típica discusión matrimonial delante de una profesional que era
posicionada como testigo fértil para dilucidar quién tenía razón.
Sin duda existe una violencia en la que se
transgreden los límites que distinguen y diferencian a las personas entre sí,
para organizar, en cambio, una mescolanza de gritos e insultos, donde arde la
sinrazón y el odio. Aunque sea momentáneo. Que así son los odios entre las
parejas que viven juntas y a veces también se aman.
Transgreden la frontera instaurada por la
convivencia donde se cría y educa un niño que, según recomendamos los
psicólogos, “precisa límites” para entender qué significa ser un hijo, en
realidad, tener padres.
El punto de inflexión de estas parejas reside
en un hijo que no titubea en consagrar la boludez de su padre mientras la madre
lo identifica como tal y el varón acata la calificación reclamando
modestamente.
La escena podría narrarla al revés,
habiéndola escuchada con los papeles cambiados: el varón, conjuntamente con la
hija, certifican que la madre es una boluda y ésta lo acepta como si el
calificativo formase parte de su pastel de boda y lo digiere con naturalidad.
¿Dónde encuentro que las consultas cambiaron
sus contenidos? Hace diez o quince años las consultas –además de las que
encerraban “problemas de pareja”– mostraban claramente “problemas entre padres
e hijos”. En la actualidad, esos problemas ocupan un lugar fenomenal, pero
surgen encubiertos por violencias de género, es decir, negando que un niño no
puede insultar a su padre o a su madre mientras cualquiera de ellos permanece
pasivo como si se tratase de “algo que hacen todos los chicos”. De donde,
tirando de este hilo, nos encontramos con que el consultorio retorna a los
conflictos que durante décadas expuse en Escuela para Padres, pero con otros
padres y con otros niños. Y asomando en superficie, claramente, el grave
problema de la autoridad en el ámbito familiar, que resulta de quien cada
persona sea, como lo diría Bordieu “La autoridad siempre es percibida como una
propiedad de la persona.”
Los chicos actuales padecen una dolorosa
carencia de autoridad parental. Sus padres son boludos y boludas y los hijos
deben tolerar esa minusvalía que aquellos les certifican con su tolerancia y
con el miedo que les tienen. Miedo de que los hijos se enojen, miedo de ser
injustos, miedo de no tener razón. Miedo de ser autoritarios, prefieren el
insulto canchero y amical, confundiéndose y pensando que mejor es ser amigo de
sus hijos.
Si bien la palabra boludo tiene raigambre
histórica (eran quienes agitaban las boleadoras que se usaban en la guerra de
la Independencia) su vigencia social indica torpeza y bordea el insulto; aunque
su uso se ha familiarizado está muy lejos de indicar un elogio. Vivimos en la
naturalización de boludo-boluda como latiguillo que acompaña cualquier frase
cotidiana, pero en boca del hijo hacia el padre o la madre indica insulto,
desvalorización y la vivencia del hijo de una cierta superioridad moral del
niño respecto del progenitor descalificado porque asume el epíteto como algo
lógico.
La pareja consulta creyendo que padecen
violencia de género (que sin duda utilizan) pero aplican una violencia previa,
la generacional: la generación de los adultos carece de la autoridad necesaria
para que los hijos crezcan tranquilos. Los chicos los clasifican como boludos
esperando que dejen de serlo, es decir, que no toleren ser insultados. Lo cual
arrastra otras limitaciones necesarias que son imprescindibles para
convivir y que exceden el lenguaje.
Las consultas relacionadas con violencia
familiar existen y es prioritario trabajar con ella ya que privilegia la violencia
contra la mujer y no corresponde utilizarla para silenciar la impotencia ante
los hijos.
Las consultas ocultan su verdad al
oficializar una violencia de género que es una socialización de la vida de la
pareja para llevarla a la consulta pero, escamotean su propia verdad. Es la que
los hijos ponen a prueba cuando con sus conductas evidencian que son
dependientes de una autoridad de la que no pueden prescindir. La reclaman
con sus desafíos y su búsqueda permanente de límites, esos que los padres borran
entre ellos cuando se boludean recíprocamente. El orden social que se solicita
cuando se asiste a una consulta –esa es la razón del consultar, restaurar un
orden social resquebrajado– es el que precisamos para convivir del mejor modo
posible.
En la consulta, ¿escuchamos a padres muy
cansados, agotados, frustrados? La paternidad y la maternidad ¿se han
transformado en tareas insalubres? Ser padres, ¿todavía nos gratifica
narcisísticamente? ¿Los hijos habrán aprendido –no sabemos con quién– a
demandar sin esperanzas de ser escuchados?
Las violencias de género que nos ayudan a
defendernos de los horrores del maltrato y de la opresión son específicas, y
obligatorias sus denuncias. Pueden coexistir con la ausencia de criterios
adultos para solventar a los hijos; por eso para la convivencia familiar
también es peligroso, como la violencia de género, no darse cuenta que los
chicos eligen un insulto para llamar a los padres por su nombre. Así están,
asustados e impotentes por lo que pueden hacer.
*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
**Publicado en Página/12 el día jueves 30 de noviembre del 2017
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