El Programa Las Víctimas Contra Las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, con la coordinación de la Dra. Eva Giberti, tiene como finalidad principal poner en conocimiento de la víctimas cuáles son sus derechos para exigirle al Estado el respeto de los mismos y la sanción de las personas violentas que la hayan agredido. De este modo, se busca que la víctima supere su pasividad y reclame por sus derechos.

viernes, 11 de septiembre de 2015

LA IMPLICANCIA, UNA CLAVE QUE NO SE NOMBRA

 Por Eva Giberti *

**Los protagonistas implicados en el ataque sexual se incorporan en el ámbito de la implicancia o ligazónligadura que significa estar implicado o haberse implicado. La implicancia remite a la situación pasiva de la víctima e incluye la actividad de implicarse mediante la acción transgresora que el adulto elige y que lo ciñe a un niño o niña. (Cuando me refiera a víctima utilizaré la concepción de Hilda Marchiori en “Vulnerabilidad y procesos de victimización posdelictivos, vulnerabilidad de las víctimas”, en Revista Victimología 12, Encuentro, Grupo Editor, Córdoba): víctimas vulnerables “son los niños, las personas discapacitadas, ancianos, también los adultos que son agredidos por grupo delictivos, el crimen organizado y muy especialmente la vulnerabilidad de la víctimas del abuso de poder. Esta ya extrema vulnerabilidad se observa en las víctimas que son elegidas por el delincuente precisamente por su vulnerabilidad e indefensión y por la impunidad de los delincuentes”.) Es un circuito móvil que abarca a la víctima y al victimario cuyos cuerpos circunscriben:
1) la acción del adulto que invade el cuerpo del niño (cuerpo/emoción; Scribano, A, “Sociología de los cuerpos/emociones”, en Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, Nº10, diciembre 2012 /marzo de 2013).
2) la criatura cuyo cuerpo/emoción la implica, involucrándola mediante la imposibilidad de oponerse de manera eficaz, al mismo tiempo que debe reconocer –por exceso– la cesión de su cuerpo/emoción.
La primera vez que sucede el niño o la niña están obligados a protagonizar algo que difícilmente haya sido “pensado” por ellos, si bien pudo formar parte de sus fantasías de despedazamiento del cuerpo, de humillación, aun la devoración del mismo por sujetos despóticos que lo someterían asociadas a la sensación placentera que podría suscitarle lo terrorífico. Se trata de fantasías propias de los niños, relacionadas desde la primera infancia a su mundo instintivo y pulsional, lejanas de su concepción como hechos reales, aunque en algunos casos podrían generar terrores y conductas de aislamiento espantados por sus propios fantasmas.
La fantasía y el temor de ser golpeados por sus padres (Freud, S. (1919), “Pegan a un niño, Contribución al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales”), particularmente por el padre, surge acompañada por la vivencia de humillación que resulta de esta fantasía. No podríamos superponer ni tratar como equivalentes el nivel fantástico y los episodios en los que la criatura se convierte en víctima. La perspectiva que aquí señalo es la que deriva de una hermenéutica referida al fenómeno de la implicancia –que no es un observable sino una inferencia a partir de los observables (comportamiento de los niños)– como componente necesario para el análisis de estos ataques por parte de los adultos y sus efectos en niños y niñas.
Un sentido de la palabra implicancia refiere a algo que no puede estar ausente sino presente como clave de los hechos que se establecen entre los protagonistas mediante episodios insertos y desarrollados en un tiempo cronológico , lo cual la torna móvil e histórica. Corresponde también que estén presentes los procedimientos claves por medio de los cuales la implicancia evidencia su eficacia: elección de historiales, consulta bibliográfica, psicoterapia con víctimas vulnerables, diálogos con profesionales de los equipos que asisten al llamado de quienes denuncian abusos, recolección de datos en archivos de hemeroteca personal, intercambio con colegas, escucha de madres y familiares que acompañan a las víctimas, encuentro con jueces y defensores de menores.
En el modelo que propongo, la implicancia es un continuo, una dimensión del tiempo subjetivado por la vivencia de haber quedado implicado según la narrativa de cada historial. Es tiempo/duración que existe según el estado de desvalimiento que haya producido como experiencia nueva en el niño. Es la persistencia del efecto del trauma que no se recorta solo en recuerdos y/o vivencias sino en las sensaciones del desvalimiento que son desconcertantes para el niño porque él ya no es él ,según las mismas expresiones de la víctima al decir “yo no era yo”. En ese misterio se apoya el continuo como una burbuja envolvente, algo que se sucede sin interrupción, repitiéndose y uniendo sus componentes (personas, circunstancias) entre sí en una implicancia insuperable.
La implicancia fue gestada y puesta en acto durante un tiempo cronológico, en un momento particular (el abuso repetido o coyuntural), se sucede mediante la rememoración, odiosa y temible para el niño o en la defensa psíquica disociativa o escindida intentando sumergirse en otra dimensión del espacio/tiempo buscando zafar(se) de aquello “de antes, de entonces” que lo envuelve y aísla como si su mundo psíquico estuviera dentro de una burbuja la cual se adhiere a los distintos momentos del día, donde la criatura debe convivir “normalmente”.
Este continuo es una trama de hilados gelatinosos y resbaladizos (como los que sostenían a Alien, el octavo pasajero, en la película dirigida por Ridley Scott), ante el intento de la víctima que desearía sujetar esa rememoración odiosa pero descubre la resistencia de esa textura que no se deja anudar para cerrarse, interrumpirse. Es un continuo que el niño habita por estar implicado y saber que así es (“lo sabido no pensado” al decir de C. Bollas en La sombra del objeto: psicoanálisis de lo sabido no pensado, ed. Amorrortu). Por eso es fatal mientras dura, sin que el tiempo cronológico la autorice a pensar, fantasear, desear un más tarde, un futuro del “ya se me pasará”. O bien una desmentida “no me pasó eso”, asociado a la imposibilidad, en los más pequeños (cero a cuatro años aproximadamente) para simbolizar una pregunta con palabras capaces de representar actos, situaciones y vivencias.
Para el atacante existe otra dimensión del continuo regida por el ritmo de sus apariciones e intervenciones en tanto la satisfacción y el placer obtenidos funcionan anticipando “la próxima vez” que integra la definición del continuo.
Esa cualidad del no cesar caracteriza las prácticas de las torturas que se enlazan en la espera de “la próxima vez” y se organizan como una estasis lenta y abarcativa, amplificante del momento en el que los hechos se sucedieron. Amplificante por la continuidad que actúa impregnando el psiquismo y la subjetividad del niño o la niña, sin más horizonte que su interioridad, donde no necesariamente encuentra el recuerdo de las escenas vividas. Se mantiene integrado en su medio, familia, escuela, con mayores o menores alteraciones, visibles o intuiblesiipero continuas ; la criatura mantiene su cotidianidad como un niño o niña, al margen de ser ahora un niño o niña “otro”/”a”.
El continuo que marca su tiempo/duración/persistencia diferente del cronológico donde los hechos se produjeron y que corresponde a ese “niño otro” ; procede como si se generasen dos campos : aquél donde todo permanece aparentemente igual (el niño crece, concurre a la escuela, etc.), pero la estasis del continuo lentifica el ritmo de crecimiento y evolución psíquica que podrían desarrollarse.
Un tiempo distinto se instaló en su interior como continuo: El espacio, los ritmos y los hechos dentro de la burbuja que circunda al niño no se desplazan; el niño conserva su vida, pero ese continuo que lo mantiene implicado con lo que le ocurrió incorpora un tiempo distinto, derivado de la carga libidinal de los actos invasivos. Los hechos sucesivos le acaecieron uno tras otro, no puede recordarlos con certezas pero sí se sabe a sí mismo implicado(comprometido) en ellos. Como si existiera una fuerza que succiona la presencia cotidiana del niño enajenándolo de sus actividades, lo pegotea con lo olvidado, reprimido, expulsado, conviviente y, al mismo tiempo, familiar. Es lo siniestro domesticado por la cotidianidad del psiquismo que habilita su presencia sin la verbalización de la palabra que”cuenta lo sucedido”,que es la que aporta existencia afectiva consciente y” estructuraría el inconsciente”.
La situación traumática mantiene su eficacia durante un tiempo que no conocemos. La economía libidinal puede regir la situación en el psiquismo del niño, y parecería útil incorporar esta dimensión del continuo en tanto y cuanto acusa presencia y registro consciente o preconsciente de lo sucedido

Cuerpos/emociones

La expresión cuerpos/emociones, tal como Scribano utiliza el sintagma (“La barra que inscribimos entre cuerpos/emociones implica una alusión sociologizada de sus usos en el psicoanálisis con la intención de mostrar la separación/unión, distancia/proximidad y posibilidad/imposibilidad entre objetos/discursos que le otorgamos a lo que ha sido pensado como subcampos dsciplinares separados, específicos distantes”), permite posicionar la idea de implicancia como un compromiso explícito entre los cuerpos/emociones de los participantes del acto abusivo y de quienes trabajamos con los datos pertinentes, las comunidades y épocas en las que se realiza y difunde el delito. Ya que la implicancia reclama los enlaces entre cuerpo y emociones unificados corporal y simbólicamente; no podría decirse “las emociones del niño” o “los ataques al cuerpo del niño”: serían frases inconsistentes. Es la expresión cuerpo/emoción la que sintetiza que es “allí en ese lugar de la palabra enhebrada” donde ocurrió todo aquello que define al abuso sexual , que incorpora determinado entorno.
Este autor se opone a la diversificación de una sociología de las emociones y una sociología del cuerpo y elige hablar de una “sociología de la experiencia” que entreteja cuerpo, emociones, acción colectiva, conflicto, ámbito(entorno) y producción ideológica. Este entretejido es un paradigma de los historiales de abuso sexual donde convergen todos y cada uno de los puntos enunciados por el autor.
Explica la utilización de los plurales de manera sintética: “el/los cuerpo(s) –al igual que la emoción– al ser considerados el resultado de la articulación de diversos/plurales espacios/procesos involucra en sus concreciones contingentes e indeterminadas múltiples determinaciones de lo concreto; (...). Ese concreto que es la escena del ataque y la seducción previa, el silencio del niño, la posterior revelación –o no– la credibilidad –o no– de sus palabras, las acciones de los adultos, la posición del abusador, la denuncia, el juzgado, el después y la escolaridad del niño. Para suturarse en los efectos del abuso sexual en el futuro.
El texto de Scribano explica la alternativa que ofrece el sintagme de esos cuerpos/emociones “que los impliquen (a cuerpo/emociones) e “intersequen”: como espacio desde donde, más que perderse las diferencias, se recuperan como parte de una banda mobesiana (...). La imagen de banda mobesiana corresponde, en mi texto, a la idea de continuo donde la situación en la que se encuentra el niño víctima que no logra zafar de esa vuelta sin fin que puede reconocerse desde cualquier ángulo que se enfoque el recuerdo, la reminiscencia, las sobras de la representación reprimida y el ritmo que la torsiona desde el interior del cuerpo /emoción , desde las declaraciones en tribunales o ámbito forense y los comentarios familiares,
La expresión cuerpo/emociones es útil como un operador “ designante del efecto espiralado que implica la relación “comienzo/paso/fin” estructurada tanto en los cuerpos como en la emociones”. Es un ritornello, un retornar a la idea de continuo como efecto espiralado que torna y retorna en un sinfín e implica un circuito que para la víctima constituye historia ,no siempre con un fin, pero con un comienzo inolvidable.

*Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias
**Publicado en Página/12 el día 10 de septiembre de 2015

ADOPCIÓN Y ELECCIONES PRESIDENCIALES


*Por Eva Giberti

La reunión familiar se había armado inesperadamente. La solicitud del hijo adoptivo apareció sin que se la esperase. Con motivo de la última votación, el hijo mayor, con sus dieciséis años, había planteado un argumento imprevisto: “Si voy a usar mi documento para votar necesito conocer a mi mamá, saber quién fue, por qué me puso en adopción. Y si tengo hermanos. Yo quiero ir a conocerla antes de votar...”
El derecho a conocer sus orígenes, anterior al actual Código Civil, es indiscutible; podían encontrarse diferencias en cuanto a la edad de los hijos para que empezaran con ese trámite, pero les asiste ese derecho.
El argumento de la votación era un distractor, un desplazamiento muy efectivo que el hijo había compaginado para reclamar por su “derecho a saber”. Reproducía de ese modo una situación en la que fue una hija adoptiva, en otra oportunidad, quien había elegido el mismo argumento. Como si instalarse en la nómina de ciudadanos, reconocidos como tales mediante el voto, los autorizase a un derecho del cual oficialmente gozaban.
La relación hijos adoptivos y votación de un candidato político encuentra, en estos dos historiales, una culminación explícita mediante un discurso concreto: “quiero conocer a la mujer que me tuvo”, o bien “a mi mamá de veras” o “a mi mamá de antes”, según haya sido la elaboración que cada adoptivo realice de esa información inicial proveniente de los padres: “Estuviste en otra panza”.
Pero los diálogos con los adoptivos adolescentes, si tienen que votar, parecen desatar sensaciones y curiosidades que permanecían en silencio, adormecidas o negadas, por lo menos de acuerdo con lo que apareció en las consultas desde que los dieciséis años garantizaban una nueva identidad: ser reconocidos como aquellos que podían elegir a quienes habrían de representarlos, también gobernarlos.
Parecería que necesitasen incorporar un nuevo interrogante acerca de “Quién soy”, como si dijeran: “Mi país ahora me convoca para que haga lo mismo que todos los ciudadanos, pero resulta que yo no soy como todos porque vengo de otra historia”.
No resulta complicado explicarles e interpretarles que el tema de fondo no reside en la votación sino en volver a pensar en su identidad y reconocer que ser adoptivo forma parte de una constitución familiar legalmente instituida, pero surgen dos tipos de problemas: aquellos que implementan el derecho al secreto del voto y se vuelcan sobre el secreto de sus orígenes para poder hablar del tema, y los otros, como en los dos historiales que cito, que recurren a la votación como forma de desentrañar el secreto reclamando conocer a la madre de origen. (Debo aclarar que solicité la autorización de estos adolescentes para poder escribir acerca de este tema.)
El diálogo con ellos debió alternarse –en alguna oportunidad– con la consulta de los padres que no esperaban esta complejización de la adopción: “Veníamos muy bien, nunca tuvimos problemas con él, siempre supo que era adoptivo, parecía que lo había entendido y ahora aparece queriendo conocer a la que llama su mamá como si nosotros no fuésemos sus padres...”
Hace cincuenta años que explico, escribo y difundo que la preparación para una adopción está muy lejos de pensar exclusivamente en “los niños y las niñas que se adoptan”, más aún en “los bebés que se reciben en guarda”. Cuando los hijos adoptivos crecen, pueden imponer sus derechos desde lugares impensados que movilizan la calma lograda por la familia adoptante; así sucede en estos historiales que merecerían dedicarles un capitulo titulado “La adopción y las elecciones para candidatos a diputados, senadores, intendentes y presidentes”.
Este reconocimiento del hijo adoptivo en calidad de votante asociado con el secreto del “cuarto oscuro” –alterado por la ausencia del mismo en las votaciones que no lo instalan detrás de una puerta o cortina– parecería arrastrar el doble juego del secreto y el reconocimiento de una nueva identidad, al incluirse los adoptivos en el universo de los votantes que serían como una nueva “familia” con características propias no necesariamente sintónicas con los adoptantes. Más aún, una adolescente me decía: “Si en mi familia esperan que yo vote a Fulano, ¡nunca! ¡Yo voy a votar a Zutano!”
La cuestión reside en la desobediencia autorizada por la intimidad del voto, también en el argumento para demandar: “Ahora me corresponde conocer a mi mamá de origen”. Y para los padres hacerse cargo que al adoptar se asume la responsabilidad por un futuro adulto: la convención de los Derechos del Niño es explícita: hasta los 18 años se consideran esos derechos.
Con la votación a los dieciséis años fue preciso reformular el acompañamiento de los padres adoptantes porque tanto la aparición de una nueva independencia por parte del adoptivo (para seleccionar candidatos políticos), como la utilización del acto de votar como crecimiento identitario: “Quiero conocer a la mujer que me tuvo, a mi mamá...”, producen una inquietante, sí que fecunda, movilización moral y cívica en las familias adoptivas.

* Coordinadora del Programa Las Víctimas Contra Las Violencias. 
**Publicado en Página/12 el 3 de Septiembre del 2015