Por Juan Carlos Tealdi.
Director del Programa y Comité de Bioética
Publicado en Página/12. "Sociedad".
Viernes, 19 de Agosto de 2011
Desde hace más de veinte años soy llamado a opinar en casos de aborto no punible, como el de la niña de Misiones que quedó embarazada por la violación a la que fue sometida, por haber contado que el día más triste de su vida había sido aquel en el que su hermanita había sido abusada sexualmente y ella había debido defenderla. Estos hechos me causan un profundo dolor como persona, como médico y como especialista en bioética. Me duele el cuerpo dañado de las víctimas y me duele la falta de sensibilidad, responsabilidad y valor de mi profesión y de las instituciones para asistirlas debidamente.
La vida humana tiene valor intrínseco para la inmensa mayoría de nosotros, más allá de nuestras diferencias. Pero la identidad, la integridad y la libertad también son valores fundamentales para todos. El aborto, como alternativa, es una opción dramática para cualquiera. Y lo es, precisamente, por el conflicto de esos valores fundamentales que supone. Un conflicto sobre cuya resolución unos sostienen unas convicciones y otros, otras. Pero el vivir en sociedad en modo pacífico y respetuoso nos exige resolver esos conflictos y para ello nos sujetamos a una ley común.
El Código Penal, en tanto ley federal, establece con alcance colectivo para todas las provincias argentinas que las decisiones y los actos sobre la interrupción de un embarazo producto de esa saña feroz contra el cuerpo de una niña (o de una mujer), no deben ser punibles. Y lo hace porque aunque penaliza el aborto en general, entiende que en estos casos las víctimas tienen el derecho a resolver ese conflicto de valores libremente y según sus propias convicciones. La ley privilegia así la dignidad humana y la libertad de la voluntad. Y sin embargo, una vez más, la voluntad de una niña y su familia fue obstruida y manipulada para lograr torcerla hacia la voluntad ajena.
Por eso estos casos tratan, simplemente, de la imposición del poder de unas personas sobre el cuerpo del dolor y el derecho de otras. Fue Max Weber el que dijo que “Poder es la probabilidad de que un actor dentro de una relación social esté en posición de realizar su propia voluntad, a pesar de las resistencias, e independientemente de las bases en que resida tal probabilidad”. De esto se trata no sólo la violación sexual de la niña, sino también la demora judicial y de los hospitales, la falta de compromiso y el supuesto temor legal de los médicos, los pronunciamientos religiosos y de otros sectores y las omisiones del Estado en proteger los derechos de las personas.
Los médicos, para actuar éticamente, tienen la obligación de ser veraces, promover y respetar la voluntad autónoma de las víctimas en casos de violación y no manipular en ningún modo la libre decisión de los pacientes y sus familias. Los comités de bioética en la Argentina, a su vez, tienen el deber de promover el respeto de esos principios universales y de proteger los derechos de las personas en el sistema de salud.
Cuando no actuamos así, es el día más triste de sus vidas para las víctimas como esta niña argentina, y un día cualquiera más en la vida de las personas e instituciones que imponen su voluntad a los más débiles porque toleramos sus conductas sin sanción alguna.
La vida humana tiene valor intrínseco para la inmensa mayoría de nosotros, más allá de nuestras diferencias. Pero la identidad, la integridad y la libertad también son valores fundamentales para todos. El aborto, como alternativa, es una opción dramática para cualquiera. Y lo es, precisamente, por el conflicto de esos valores fundamentales que supone. Un conflicto sobre cuya resolución unos sostienen unas convicciones y otros, otras. Pero el vivir en sociedad en modo pacífico y respetuoso nos exige resolver esos conflictos y para ello nos sujetamos a una ley común.
El Código Penal, en tanto ley federal, establece con alcance colectivo para todas las provincias argentinas que las decisiones y los actos sobre la interrupción de un embarazo producto de esa saña feroz contra el cuerpo de una niña (o de una mujer), no deben ser punibles. Y lo hace porque aunque penaliza el aborto en general, entiende que en estos casos las víctimas tienen el derecho a resolver ese conflicto de valores libremente y según sus propias convicciones. La ley privilegia así la dignidad humana y la libertad de la voluntad. Y sin embargo, una vez más, la voluntad de una niña y su familia fue obstruida y manipulada para lograr torcerla hacia la voluntad ajena.
Por eso estos casos tratan, simplemente, de la imposición del poder de unas personas sobre el cuerpo del dolor y el derecho de otras. Fue Max Weber el que dijo que “Poder es la probabilidad de que un actor dentro de una relación social esté en posición de realizar su propia voluntad, a pesar de las resistencias, e independientemente de las bases en que resida tal probabilidad”. De esto se trata no sólo la violación sexual de la niña, sino también la demora judicial y de los hospitales, la falta de compromiso y el supuesto temor legal de los médicos, los pronunciamientos religiosos y de otros sectores y las omisiones del Estado en proteger los derechos de las personas.
Los médicos, para actuar éticamente, tienen la obligación de ser veraces, promover y respetar la voluntad autónoma de las víctimas en casos de violación y no manipular en ningún modo la libre decisión de los pacientes y sus familias. Los comités de bioética en la Argentina, a su vez, tienen el deber de promover el respeto de esos principios universales y de proteger los derechos de las personas en el sistema de salud.
Cuando no actuamos así, es el día más triste de sus vidas para las víctimas como esta niña argentina, y un día cualquiera más en la vida de las personas e instituciones que imponen su voluntad a los más débiles porque toleramos sus conductas sin sanción alguna.
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